MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Regalo de Reyes
Mateo nunca pensó que debería esforzarse para algo tan simple como abrir los ojos. Tampoco imaginó la dicha que lo envuelve cuando escucha la voz de Adela, su mujer, pidiéndoles a los niños que guarden silencio para no despertarlo. ''Papá está malito, tiene que descansar. Pórtense bien para que el año que entra los Santos Reyes sí les traigan muchos regalos''.
Mateo llevaba mucho tiempo sin conocer aquella sensación de saberse mimado, importante. Guardará ese recuerdo por el resto de su vida. Para sus hijos Ƒllegará a ser tan valioso? No lo sabe, pero desea que cuando sean adultos y recuerden el 6 de enero del año 2000, no se encuentren ųcomo él ahoraų postrados, con el rostro y los brazos adoloridos a causa de los golpes. Orale cabrón, no te hagas, y escupe lo que traigas.
II
El solo recuerdo de aquella voz anónima y amenazante irrita a Mateo. Su disgusto aumenta con la humillación de haber suplicado. Lo hizo con la voz titubeante, los ojos llenos de lágrimas y el miedo apretándole el corazón, mientras los desconocidos lo asaltaban a mitad del puente: Por favor, por lo que más quieran... Son los Santos Reyes de mis hijos. Tengan humanidá. Déjenme algo siquiera.
Uno de sus agresores siguió amagándolo con la pistola, mientras el otro contaba los billetes ųtrescientos varosų que luego se metió en el bolsillo del pantalón. Cuando Mateo vio que los ladrones estaban a punto de huir, les rogó de nuevo: Mis hijos están muy chavitos y todavía creen en los Santos Reyes. Comprendan: no puedo fallarles.
La emoción con que Mateo pronunció aquellas palabras no inmutó a los asaltantes. El hombre armado escondió la pistola entre sus ropas, el otro le arrojó la cartera vacía: Tienes boletos para el metro. Agradece que te los dejemos. Mateo intentó hablar, pero el hombre se lo impidió: Otra cosa; ya sabemos dónde trabajas. Te lo advierto para que no se te vaya a ocurrir hacerla de tos, porque entonces sí no te la vas a acabar. Mateo se recuerda inmóvil, aturdido, mirando a los ladrones alejarse, hombro con hombro, como dos amigos que salen de una fiesta.
III
No sabe cuánto tiempo permaneció allí, sin importarle que las personas que cruzaban el puente le lanzaran miradas llenas de temor y reprobación. Nadie intentó ayudarlo ni le preguntó qué había pasado. Cuando recuperó las fuerzas se guardó la cartera en el bolsillo. Esa mínima acción le causó una fatiga profunda y para no caer tuvo que aferrarse al enrejado del puente.
Así estuvo unos minutos, mirando el río de automóviles que circulaban a gran velocidad por la calzada. Bola de cabrones. El insulto estaba cargado de rabia, pero no tenía destinatario preciso. El aire frío avivó el dolor en el hombro y en la mejilla húmeda de sangre. Al sentirla, Mateo despertó de su azoro y adquirió la noción cabal del peligro que acababa de enfrentar: Pudieron matarme...
Pensó en Adela. Andaría por el cuarto, tratando de quitarse de encima a los niños: Si no dejan de molestarme los Santos Reyes no van a venir. Mateo tuvo ganas de llorar al imaginarse la desilusión de sus tres hijos cuando, a la mañana siguiente, encontraran sus zapatos vacíos.
Se le ocurrió llamar a la refaccionaria y pedirle a Chinto que lo comunicara con Adela. Le diría por teléfono lo ocurrido. Después, entre los dos, quizá pudieran urdir alguna historia para justificar ante sus hijos la ausencia de los Reyes Magos.
El optimismo de Mateo se borró ante el desconsuelo que le produjo imaginar otra vez las caras tristes de Leonardo, Xóchitl y Ezequiel. Maldijo a sus agresores y se recriminó por no haberle comprado a Chinto, el dueño de la refaccionaria a la vuelta de su casa, la pistola que había tratado de venderle en abonos.
IV
Se puso de espaldas a la tela metálica y fue deslizándose hasta quedar acuclillado a mitad del puente. Se llevó la mano al bolsillo y cuando palpó su cartera vacía desechó la posibilidad de llamar a Adela por el único teléfono a su alcance. Pensó en otra solución: quizá fuera mejor no regresar a la casa, perderse, como lo había hecho su padre 22 años atrás, la noche de un 5 de enero.
Quería acordarse sin rencor de su padre y justificar su desaparición: Salió a comprarme mi regalo de Reyes. En el camino lo asaltaron y rompieron mis sueños de niño: un balón y unos patines. Mi padre no se atrevió a regresar a casa con las manos vacías y prefirió alejarse.
La sonrisa que se dibujó en el rostro de Mateo avivó sus dolores. Con dificultades se puso de pie y al cabo de un titubeo se echó a caminar con actitud decidida. Al descender la escalera, se dio cuenta de que por ella misma había ascendido apenas una hora antes. Sin embargo, él era ya un hombre envenenado por un sentimiento de odio que lo incitaba a destrozarlo todo. Sintió temor ante su propia furia y aceleró el paso, decidido a volver junto a su familia.
V
Al llegar a la avenida, el abandono de su padre le dolía más que nunca. Tuvo deseos de refugiarse en Adela. Se la imaginó llorando al verlo lastimado como un niño y tuvo miedo de que su esposa lo juzgara débil, cobarde, incapaz de proteger el dinero ganado por los dos y reunido durante meses enteros.
Reconsideró la posibilidad de no volver a casa, de perderse para siempre, como lo había hecho su padre. ƑVivirá? No pudo responder a su pregunta porque ignoraba la edad de aquel hombre, desaparecido cuando Mateo era un niño de nueve años. Después, ya adolescente, sintió la tentación de preguntársela a su madre. Lo frenó el miedo de revivir en ella antiguos dolores.
Se dio cuenta de que estaba llorando cuando escuchó el comentario que una mujer, al pasar a su lado, le hizo a su acompañante: Cada vez hay más locos sueltos en las calles. Deberían encerrarlos. Entonces pensó que su padre quizás estuviera en un manicomio, tratando de recobrar su libertad y diciéndole a todo el mundo: No estoy loco. Aquella noche me puse furioso porque unos malditos me asaltaron. Me puse a gritar porque me ganó la desesperación de no poder llevarle a mi hijo los juguetes que les había pedido a los Santos Reyes. Lo horrorizó la posibilidad de que esa fuera la verdad. Para huir, convirtió su paso en carrera. Se detuvo jadeante y con la cara bañada en sudor. Escuchaba los latidos de su corazón tan fuerte como antes, cuando lo habían amagado con la pistola. Se llevó las manos al pecho y sintió el material áspero de su cartera. Si no he traído la lana, a estas horas estaría muerto a la mitad del puente. Consideró la posibilidad de que su padre estuviera muerto.
VI
En principio se avergonzó de su pensamiento pero después, cuando reemprendió la marcha y se sintió más cerca de su destino, experimentó alivio: acababa de marcar el punto final de una historia inconclusa durante más de veinte años. Echó la primera paletada de tierra sobre el recuerdo de su padre. Era mejor imaginarlo sepultado allí, que seguir odiándolo por su abandono. Murmuró una oración y por primera vez en mucho tiempo se sintió un buen hijo.
A pesar de los dolores Mateo decidió no subirse al metro y hacer a pie el resto del trayecto a casa. Ya no tenía miedo, odio ni rencor. Lo dominaba el ansia de abrazar a Adela y ver a los niños. Antes de contarles los sucedido les diría su edad actual.