Pedro Miguel
Moda contra la muerte
Antaño las ejecuciones de condenados a muerte se realizaban a la vista del público. Así se concretaba el carácter de escarmiento de esa práctica y se ofrecía al pueblo un espectáculo de masas de los que no abundaban. Después, la pena capital fue conducida a la hipocresía por el peso de su propio horror y se convirtió en ritual de sótanos y celdas confinadas, sin más público que los verdugos, los testigos establecidos por la ley y el sentenciado. Los Estados que la llevan a cabo persistieron en una sanción que será todo lo legal que se quiera, pero que resulta impresentable: no se ejecuta en privado para ocultar lo cruel, sino lo nauseabundo. Eso ya es algo. No por la vía de la ética, sino de la estética, se abre una fisura considerable en la legitimidad del matadero.
Ahora las cosas han dado la vuelta y el exterminio legal de pobre gente o de criminales horrorosos ųigual son pobre genteų ha encontrado en su discreción factores de persistencia. En la medida en que las sentencias capitales y sus ejecuciones no tienen más expresión aparente que pequeñas informaciones cablegráficas, conforme la práctica se hace poco visible, resulta difícil conmover a la sociedad y hacerle evidente su propia degradación.
Por eso, está bien que la empresa Benetton lance una campaña publicitaria con fotos de rostros destinados a contraerse en la camilla de las ejecuciones. Está bien que los condenados Leroy Orange, Bobby Lee Harris y Jerome Mallet nos miren de frente desde las páginas en papel satinado de las revistas, desde los anuncios espectaculares colocados en sitios estratégicos de las vialidades, desde la pantalla de la tele o desde el monitor de la computadora (http://www.benetton.com/deathrow). Esas miradas casi póstumas retratadas por Oliviero Toscani, director artístico de la compañía italiana, tal vez nos convenzan que no somos, en tanto que individuos, del todo ajenos a la multiplicación de la muerte violenta y que el destino de los condenados habría podido ser distinto si hubiesen resistido la tentación del asesinato, pero también si tú y yo hubiésemos estado más atentos a nuestro entorno humano.
Un ejemplo: Leroy Orange, uno de los tres modelos de Benetton, alega su inocencia y atribuye su condena a una declaración de culpabilidad que ųdiceų firmó después de sesiones de intensa tortura ųdescargas eléctricas en diversas partes del cuerpo, ensayos de asfixia con bolsas de plásticoų en el cuartel de Policía situado en las calles 11 y Michigan, en su natal Chicago. Este negro sentenciado hace 15 años, y que el 20 de julio cumplirá 50 si llega vivo a esa fecha, alega ser una víctima del ex teniente Jon Burge, quien en 1991 fue expulsado de la Policía por maltratos y torturas. Tal vez diga la verdad. Pero, aunque no la dijera, la legislación y las cortes no deberían programar su muerte mediante una triple inyección de venenos.
Los otros dos parecen haber aceptado su suerte. Jerome Mallet, un negro de 41 años nacido en Saint Louis Missouri, admite sin cortapisas su culpabilidad y afirma que se ha resignado a que lo maten. Bobby Lee Harris, blanco de 34 años y originario de Williamsburg, Virginia, vive sobresaltado por los remordimientos y por el pánico a la ejecución.
Además de las fotos, en su página de Internet la firma italiana de ropa presenta entrevistas de estos tres hombres, realizadas por Ken Shulman y Speedie Rice, de la Asociación Nacional de Abogados Defensores Penales de Estados Unidos. La muerte no debiera ser un espectáculo ni un asunto público. Habría que codificar el derecho de todo ser humano a mantener en un ámbito de intimidad la realización de sus actos fisiológicos, incluido el episodio final del organismo.
Pero la violación a la privacidad de estos reclusos no la cometió Benetton ni la perpetran las entidades humanitarias que difunden los pormenores de los procesos y las ejecuciones, sino el sistema judicial estadunidense, el conjunto de asesinos con dispensa legal ųfiscales, jueces, jurados, verdugos y custodiosų y quienes siguen empeñados en mantener o revivir un castigo que, en términos civilizatorios, equivale a comerse a los caníbales, como dice Luis de la Barreda.
Los caminos de la humanidad son casi inescrutables. En estos tiempos, usar una prenda de marca Benetton equivale a un voto por el derecho a la vida.