Ť Cien años de obsesión por una doncella Ť

 

Ť Joan Acocella Ť

A lo largo del siglo XX, la principal expresión artística de la figura de Juana fue el cine. Hacia finales de la Primera Guerra ya había sido el tema de seis películas, y la más importante de ellas, Joan, the Woman (1916), de Cecil B. De Mille, es la primera entrega de lo que sería un largo catálogo de cintas hiperbólicas y espectaculares con temas bíblicos. En ella, la cantante de ópera Geraldine Farrar, no muy joven ni tampoco muy delgada, extiende sus brazos al cielo a la menor provocación. Pero las escenas de acción, con las que De Mille trata claramente de arrebatarle las palmas al D.W. Griffith de El nacimiento de una nación, son ya revolucionarias. Según Agnes de Mille, sobrina de Cecil, la Farrar se pasó "días enteros en un foso, sumergida hasta la cintura en agua lodosa, con una guardia de vaqueros a su alrededor, ataviados con pelucas cortas o con cascos del siglo XIV, repeliendo lanzas rotas, maderos y hordas de figurantes aguerridos''. Para los acercamientos en la hoguera cubrieron a la Farrar con un líquido repelente al fuego, le taparon la nariz con algodones empapados de amoniaco y luego la rodearon con tanques abiertos llenos de petróleo, mismos que después encendieron.

de arco En los años siguientes, con el resurgimiento del nacionalismo y el auge del fascismo, con la Segunda Guerra y la Guerra Fría, Juana tiene mucho trabajo político en la pantalla. Una película rara vez exhibida es La maravillosa vida de Juana de Arco (1928), de Marco de Gastyne, un olvidado cineasta parisiense. El texto es histéricamente nacionalista. Las escenas de guerra se filman al pie de las murallas de Carcassonne; la de la coronación, en Reims, y el juicio, en el Mont-Saint Michel. Y aunque Gastyne muestra ángeles surcando el firmamento ųel director gusta tanto de Dios como de Franciaų, se concentra en la Juana soldado, con sus campesinos en armas que la siguen hacia la batalla. El filme, de factura torpe, posee una extraña poesía, y parte de su belleza procede de la propia Juana, una Simone Genevois de 17 años, desconocida y de nariz grande.

Según el erudito en asuntos medievales, Kevin Harty, la Juana de Arco (1948) de Victor Fleming es otro manifiesto político. En una escena capital, Charles se niega de modo pusilánime a aprovechar la victoria de Orleáns y lanzarse a recuperar el resto de Francia. De manera parecida, Estados Unidos se niega insensatamente a capitalizar su victoria en la Segunda Guerra y a lanzarse en pos de la Unión Soviética. Sea cual fuere la política específica del filme, éste posee toda esa relamida suficiencia moral del periodo de la Guerra Fría, y nada en él es más relamido que su propia Juana, Ingrid Bergman. El papel estaba hecho a la medida de ella. Después de Casablanca, La luz que agoniza y Las campanas de Santa María (donde interpreta a una monja), muchos espectadores estadunidenses la veían ya como una santa. Había también interpretado ese papel en la obra de Maxwell Anderson, y de niña había idolatrado a Juana, al punto de sentir que en la cinta no había ya necesidad de retratar ese alter ego suyo. Simplemente tenía que ser ella. Solía decir: ''Aquello no era para nada una actuación''. Y efectivamente, no lo es. Tan sólo se limita a caminar majestuosamente, metida en su armadura monopectoral, viéndose siempre santa.

Esas son las películas ''épicas'' acerca de Juana, pero ya en 1923, en su Santa Juana, Shaw inaugura otra tradición para representar al personaje: la del análisis político, la de la discusión. Antes de Shaw, sus jueces eran funcionarios cínicos y crueles. Shaw los vuelve hombres honestos. Para él, no se trata de un conflicto entre el bien y el mal, sino entre el bien y el bien ųel bien individual versus el bien público, como en Antígona. No una historia instructiva, por la cual uno aprende a ser virtuoso, sino una tragedia, por la cual uno sólo aprende lo que significa ser humano.

Después de la muerte de Shaw, Otto Preminger consigue los derechos de la obra y la película que dirige, Saint Joan, es uno de los productos más extraños que hayan salido de Hollywood. Es en realidad dos películas: una europea, con gente como John Gielgud en el papel de político, y una estadunidense, con todas las demás estrellas, por lo demás muy extrañas. Richard Widmark es Charles, un Delfín que semeja un paciente neurótico (se crispa, cojea), y también, si no me equivoco, como la idea que se tenía en los cincuenta de un homosexual (risillas tontas y pucheros). A Juana se le elige mediante un concurso. Se reciben 18 mil solicitudes (incluida la de la adolescente Barbra Streisand), y finalmente se escoge a Jean Seberg, de 17 años, de Marshalltown, Ohio. No se le da entrenamiento alguno y apenas un poco de dirección. Seberg interpreta el papel haciendo monerías y dando balbuceos de niña. Uno prefiere alejar los ojos de la pantalla.

Obviamente, la mayor tarea para los cronistas de Juana, en el teatro o en el cine, es entonces decidir de qué trata la historia, cuál es su importancia. La elección de Shaw es audaz: la vida de Juana tiene que ver con el gran mundo, con la política. Cinco años después, en 1928, el director danés Carl Dreyer hace la elección opuesta: la vida de Juana tiene que ver con el mundo interior, con el sufrimiento. Para el papel contrata a Renée Falconetti, ex integrante de la Comedia Francesa. Como actriz de teatro ųla cinta de Dreyer fue su única películaų ella posee al parecer la capacidad de sufrir en grande. Para facilitar las cosas, el director limita la acción a un solo día, del juicio a la hoguera. La mayor parte de la cinta transcurre en el juicio, con un vaivén continuo entre los examinadores que hacen sus preguntas ųcon acercamientos a sus detestables sonrisas, a sus energías sudorosasų, y Juana, que también responde en acercamientos muy cerrados. De modo característico, Falconetti hace largas pausas antes de responder, llora y entorna sus ojos al cielo. Existen varios informes desagradables acerca de cómo Dreyer conseguía extraer de la Falconetti esta actuación torturada. Jean Hugo, uno de sus directores artísticos, cuenta que cada mañana, cuando la actriz llegaba al estudio, el director la reprendía por cualquier cosa. Una vez que lograba reducirla al llanto, daba la señal para iniciar el rodaje.

El juicio de Juana de Arco (1962), de Robert Bresson, es una suerte de anti-Dreyer. Bresson sigue casi el mismo tipo de guión somero ųsólo el juicio y la hogueraų, pero mientras la Juana de Dreyer contestaba las preguntas de sus jueces haciendo largas pausas para close-ups de mártir a lo Murillo, la Juana de Bresson, Florence Carrez, apenas se da tiempo para respirar entre una respuesta y otra. El juicio no es un drama, sino una suerte de catecismo: algo más recitado que actuado. De modo elocuente, la toma más impactante de la cinta no es la del rostro de Carrez, sino la de sus pequeños pies avanzando con rapidez y torpeza, como si alguien corriera tras de ella en ese camino lodoso de la prisión a la hoguera. A lo alto, una bandada de palomas huye hacia un firmamento impenetrable. A menudo se describe a Bresson como un jansenista; esta película sustenta esa imagen. De algún modo su película es la más santa de todas las realizadas en torno de Juana ųes fría, expedita (sesenta y cinco minutos), y humillante.

Tanto Dreyer como Bresson pueden haber estado respondiendo al papel que Juana ha tenido en la política francesa. Los socialistas la reclaman para ellos, los comunistas también. Pero desde hace más de 100 años, desde la derrota humillante de Francia en la guerra franco-prusiana, ha sido sobre todo la derecha, la que ha enarbolado su figura.

Tomado de la revista The New Yorker, núm. 15, noviembre de 1999. Versión editada.

Traducción: Carlos Bonfil