MAR DE HISTORIAS

Muerte en el acto

Ť Cristina Pacheco Ť

Nuestra vida giró en torno a mi tío Alfonso. Terminado el entierro, mis hermanas y yo volvimos a casa y nos fuimos directo a su recámara. La forma de su cuerpo aún se dibujaba en el lecho. La caja de pañuelos desechables estaba en el buró. Un clínex salía a medias por la ranura. Las cuatro lo miramos y sonreímos pensando en su inutilidad para el difunto.

Fue siempre metódico y ordenado. Su primera acción del día era beberse un vaso de agua tibia; la última, tomarse una copita de jerez. También la botella estaba en el buró, sólo que en lugar de una copa la acompañaban dos. Eran restos de un juego de Bohemia. Al volver del cementerio, mi hermana Brígida se apresuró a envolverlas en una servilleta blanca.

Brígida no tuvo que explicarnos nada. Esos dos objetos tan frágiles ųsobrevivientes a nuestros abuelos y a nuestros padresų serían la base para construir, junto con las otras pertenencias de mi tío Alfonso, una especie de monumento a su memoria: tanto lo quisimos.

Mis hermanas y yo siempre hemos vivido juntas. Es imposible que muramos así. Partiremos de una tras otra, con la tranquilidad de saber que la última destruirá los recuerdos del tío. Será menos doloroso que imaginar sus objetos personales rodando por allí sin importarle a nadie. Cuando terminó de envolver las copas le pedimos a Brígida que se sentara a descansar. Todas necesitábamos recuperarnos del esfuerzo.

II

Como el tío Alfonso murió inesperadamente, tuvimos que hacer muchos arreglos para que las circunstancias no provocaran habladurías. Lo más difícil fue contener a "La Piñones". Se puso histérica, como si nunca antes hubiera visto un muerto.

Poco me faltó para soltar la carcajada cuando la vi salir del cuarto desnuda, retorciéndose las manos y gritando: "No respira, ya no se mueve". El numerito duró lo suficiente para que mis hermanas y yo comprendiéramos la razón de su apodo: Sonia ųla mujer que le dio a mi tío sus últimos placeresų tiene unos pezones carnosos y rosados como piñones.

Logramos tranquilizarla y vestirla, le pedimos dejarnos solas con nuestra pena y salir como había llegado: discretamente y por la puerta del corral. Entre lágrimas nos confesó que al cabo de cuatro años de visitar a mi tío Alfonso, él era para ella mucho más que un cliente.

Mi hermanita Pura le dijo que la comprendíamos y en nombre de eso le pidió que también entendiera nuestra situación. Sonia mencionó otra vez sus sentimientos hacia mi tío. Para demostrarnos que eran reales mencionó que, en cuatro años de servicios, a pesar de la inflación y las devaluaciones, no había aumentado su tarifa: "Y eso que cuando vengo pierdo bastantes clientes."

Mi hermana Carolina le dijo: "Si apreciabas tanto a mi tío no lo perjudiques ahora. Imagínate lo que dirá la gente cuando se entere de que murió mientras estaba contigo en la cama". Sonia se mordió los labios sin saber qué decir. Esther intervino: "También piensa en ti. Si llega a saberse que murió en el acto, tus clientes tendrán miedo de que les vaya a pasar lo mismo."

A cambio de entender, Sonia pidió: "Al menos dejen que vaya al entierro". Nuestro silencio fue una negativa. Sentí pena de ver su gesto y le dije: "También es por ti. Esther tiene razón". "La Piñones" agarró su bolsa, se acercó a la cama, acarició los pies de mi tío, se persignó y se fue. "Dejaste tu grabadora y tus cintas", le grité, pero ella ni siquiera se volvió a mirarme.

III

Era de madrugada. A esas horas sólo se escuchaban los taconazos de Sonia y el ladrido de los perros. Cuando cesaron, mis hermanas y yo decidimos ponernos a trabajar. La recámara estaba hecha un desastre. Siempre era así tras la visita de "La Piñones". Sólo que esta vez mi tío ya no iba a encargarse de lo más delicado: guardar los artefactos. Esther agarró una especie de arracada con plumas: "ƑPara qué servirá esto?" "Quién sabe", contestamos las demás al mismo tiempo y le pedimos devolverla a su estuche.

Tardamos horas en ordenar el cuarto, porque a cada momento nos deteníamos a contemplar a mi tío. Varias veces acercamos a su boca el espejo de mano para cerciorarnos de que no respiraba. Y es que su cara reflejaba tanta dicha y vitalidad que era imposible descubrir en ella la sombra de la muerte.

Nos demoramos todavía más en reintegrar a sus sitios originales los retratos y las imágenes de vírgenes, arcángeles y santas. Cada vez que se acercaba la visita de alguna asistente, mi tío las ocultaba con un doble propósito: no faltarle el respeto a la imágenes sagradas ni tener que refrenarse, a la hora de la hora, ante la mirada severa y triste de nuestros antepasados.

IV

Al velorio llegó muchísima gente. Las personas se detenían ante el féretro para observar la cara de mi tío. Lástima que él no haya podido oír los comentarios: "A buena vida, buena muerte". "Qué envidia: no sufrió y se quedó como si estuviera dormidito". "Qué sonrisa tan inocente, tan bonita". Chepina dijo: "Viendo su paz dan ganas de morirse". Brígida y yo cruzamos una mirada. Sé que en ese momento las dos recordamos los gemidos de "La Piñones" y los gritos gozosos de mi tío Poncho: "Me muero, niña; me muero..."

Igual se había desgañitado con las anteriores asistentes. Llamábamos así a las prostitutas que contratábamos para darle servicio completo a mi tío. Suena horrible, pero el sistema dio resultados: él satisfizo su apetito sexual y sus nervios se tranquilizaron. Nosotras pudimos al fin dormir tranquilas sin temor a sus arranques y sin necesidad de pasarnos la noche preguntándonos dónde andaría.

V

En los días de su celebración anual, mi tío Alfonso alteraba a medias sus rutinas. De mañana almorzaba y paseaba como siempre. Por la tarde desalojaba santos y retratos. A las seis, como un burócrata que cierra su escritorio, se iba a su cuarto y durante dos horas se entregaba a una ceremonia secreta que concluía cuando alguna de nosotras le llevaba a la asistente en turno.

En estas semanas de luto, mis hermanas y yo hablamos con frecuencia acerca de aquellas noches en que las prostitutas entraban por el corral, tambaleándose sobre los tacones altísimos. El mismo diseñó su horario de placer como si fuera jornada de trabajo: durante las ocho horas que las mujeres permanecían en su cuarto procurábamos ignorarlas; cuando se iban nos divertíamos recordando sus atuendos e imitando sus gritos.

VI

No guardo ningún sentimiento hacia las antecesoras de "La Piñones".

Ella siempre me simpatizó. Fue la única que aceptó regresar junto a mi tío y siempre se mostró generosa. En su segunda visita llegó con cintas y una grabadora. Lo hizo para ponerle fondo musical a su trabajo y ųbasada en su experiencia de un año atrásų para ocultar con salsa, mambos y cumbias los gemidos salvajes de su cliente.

A comienzos de este año 2000 le hizo el cuarto y último servicio a mi tío. Estábamos tan agradecidas con ella que hasta le compramos un perfume como regalo de Reyes. "La Piñones" fue al cementerio. Durante la ceremonia se mantuvo apartada y cuando terminó pasó junto a nosotras sin hablarnos. Iba llorando. Sé que no volveremos a verla. Pensaré que se hundió en el mismo polvo que cubre para siempre a mi tío.