Corrupción sistémica
* Mario Núñez Mariel *
Como una enfermedad que afecta de modo global a todos los órganos o estructuras de un sistema, la corrupción en México se presenta como un mal endémico o crónico de muy difícil curación: es sistémica. Ciertamente esta consideración es aplicable a la gran mayoría de los países de este mundo, tanto en regímenes capitalistas como en los mal llamados socialistas, pero es de nuestro interés nacional analizar y descubrir cuáles son los mecanismos, prácticas y determinaciones que nos condenan de modo específico a sufrir, sin remedio a la vista, tan lacerante enfermedad. Esta reflexión viene a cuento como consecuencia del intercambio de dimes y diretes del pasado lunes 17 entre el candidato Manuel Camacho y Juan José Salinas Pasalagua, hijo del reo Raúl Salinas de Gortari, encuentro que generó múltiples tomas de posición sobre la corrupción y la impunidad en el sistema priísta de vida y de gobierno.
En México el primer acercamiento al fenómeno de la corrupción se da en el núcleo básico de la sociedad: la familia. Desde hace decenios, a edad temprana, los miembros de toda familia priísta saben que su sobrevivencia, desarrollo económico y preeminencia en los aparatos del Estado se debe, en buena medida, a la capacidad de los progenitores y parientes de encaramarse en una posición estatal o gubernamental que les permita beneficiarse con toda impunidad de los atracos directos o indirectos del erario público. Lo mismo cabe ahora para numerosas familias panistas y perredistas que acceden a niveles importantes de los poderes municipales y estatales: la corrupción es cultura nacional. Obviamente las excepciones existen, pero me atrevería a sostener que hasta la fecha no existe una sola instancia de poder donde no se den fenómenos de manipulación de los aparatos gubernamentales y estatales al servicio del enriquecimiento personal de muchos o de pocos, dependiendo del nivel de fineza de las tramas de complicidad y secrecía entre jefes y subordinados, familiares y entenados. Esta afirmación de orden sociológico cabe para la familia Salinas en términos casi paradigmáticos.
Los hijos de Raúl Salinas Lozano sabían de dónde provenían los ingresos que les permitieron cambios repentinos y sustanciales de su nivel de vida: el paso de las canicas y las chamarras rojas con pelotas de beisbol a los caballos de sangre y los trajes de charro con botones de plata y oro. De la misma manera los hijos de Raúl Salinas de Gortari saben de dónde provinieron los ingresos extraordinarios de sus padres, tíos y abuelos. Y todos fueron educados: en la ley de la omertá o secrecía sepulcral que condiciona la pertenencia al sistema; en el cinismo básico de saberse productos históricos de atracos múltiples sin por ello perder el sueño; en la utilización espuria de la vieja regla defensiva de somos inocentes hasta que no se demuestre lo contrario, a sabiendas de que todo el sistema judicial y sus aparatos han sido estructurados para garantizar la impunidad de los poderosos oligarcas, (según señala con todo fundamento Bernardo Bátiz en su artículo en La Jornada del 17 de enero); en fin, en la exigencia de pruebas imposibles como mecanismo de sobrevivencia del sistema que beneficia a todos los miembros de la oligarquía o régimen controlado por un pequeño grupo de familias, cuando más bajo el riesgo excepcional de servir de chivos expiatorios del sistema en coyunturas particulares.
Por ese conocimiento empírico de la realidad política mexicana, la opinión pública parece aprobar el arrojo y aparente dignidad del hijo de Raúl Salinas cuando defiende a su progenitor, pero no le cree una sola palabra a pesar de no contar con pruebas fehacientes de los atracos evidentes que, entre otros delitos, mantienen a su padre en la cárcel.
Por supuesto que esa misma opinión pública condena las denuncias tardías de Manuel Camacho. Después de todo él también respetó durante decenios las reglas de complicidad del sistema. Su ascenso en los aparatos del poder público se debe a su respeto irrestricto de la ley del silencio de la mafia priísta a la cual perteneció con lealtad impecable por largo tiempo. Incluso antes de acceder a los puestos de alta responsabilidad que adornan su currículum sabía que el atraco sistemático del erario público era uno de los objetivos estratégicos de todos sus amigos y correligionarios de partido. Ahora sabe que su condena política se debe justamente a la ruptura de las reglas de juego tanto en lo que se refiere a los negocios del régimen como a sus reglas sucesorias. Error que no cometerá Dulce María Sauri, cuando afirma sin sonrojarse: "la inmensa mayoría de quienes militan en el PRI somos personas honorables". *