Fernando Benítez

 

* Ugo Pipitone *

Dejo el país por algún tiempo, así que en el futuro inmediato mi nota aparecerá en estas páginas sólo en forma saltuaria. Estaba pensando a qué dedicar esta nota de (relativa) despedida, cuando descubrí en La Jornada que Fernando Benítez acaba de cumplir noventa años. Aclaro que no lo conozco personalmente. Podría añadir que es como si lo conociera a través de sus libros. Sin embargo, es obvio que así no es: los autores son siempre más complejos que sus creaciones; los libros son revelaciones y disfraces. Sin embargo, sospecho que en los de Fernando Benítez es más importante el esfuerzo genuino por escudriñar los vericuetos de una historia mexicana hecha de fracturas, desencuentros y giros desconcertantes, que el disfrazarse con poses ligadas a modas o a deslumbramientos transitorios.

Así que, no pudiendo hablar del autor, hablaré de su obra. Y me parece obvio que estamos frente a una obra de primer orden. En los libros de este mexicano nacido en 1910 encuentro un leit motiv: poner el deseo de lo posible en el centro de la reflexión. ƑCuál es el deseo específico que guía la obra de Fernando Benítez? Me atrevo a suponer que, en realidad, no sea uno sino triple. El primero es el de un estado digno. Respetuoso y respetable. ƑQué otro espíritu recorre las páginas de Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana o de su biografía de Benito Juárez? En medio de las tragedias colectivas que escalonan la historia de este país, Fernando Benítez reconoce momentos de dignidad institucional (la Reforma, el cardenismo) que describe no como un panegirista sino como alguien que busca las piezas sueltas de una historia nacional que desde ahí puede encontrar inspiración para la construcción de instituciones capaces de expresar lo mejor del país. El segundo deseo es el de un México solidario, sin pobres arrinconados en la miseria y la ignorancia. Un país con menos fanfarria y más actos sustantivos de solidaridad. El tercer deseo se dirige a la necesidad de reconocer los valores de un universo indígena marginado y explotado inmisericordemente por siglos y que necesita ser integrado a la sociedad mexicana en el respeto de autonomías que son identidades históricas.

Fernando Benítez no es un observador externo. Ni mucho menos un espectador frío y desencantado. Es un escritor al cual su propia materia de reflexión, México, le produce una mezcla de orgullo y de vergüenza.

A él le debo haber podido entender lo que me parece lo mejor de este país: un deseo de limpieza pública, de un bienestar que, sin ser igualitario por decreto administrativo, sea respetuoso de la vida de tanta gente, y de un multiculturalismo (y me disculpo por la palabra horrible) que expresa, sin embargo, un valor civil supremo.

Fernando Benítez es incapaz de aceptar una historia de México en que la modernización ocurra de espaldas a millones de seres humanos que la observan como cosa ajena, lejana, vagamente hostil. No se construye una nación capaz de enfrentar sus propios retos en medio de una burguesía afrancesada, que debe su opulencia a los vínculos con el poder de Porfirio, y una masa de miserables andrajosos. Eso escribe, inclemente y piadoso: "Y éste es el pueblo, un pueblo que vivía en el horror y se alimentaba de horrores para escapar al horror". De ahí su amor hacia Lázaro Cárdenas, visto como un momento alto de la historia mexicana en que entre instituciones y sociedad, no obstante excesos e ingenuidades, hubo un encuentro creativo, de mutua dignificación.

Periodista, promotor de cultura, historiador, novelista, antropólogo, cronista: Fernando Benítez es el diletante genial del siglo XX mexicano. Un individuo con una pasión obsesiva que da un centro a intereses diversos. Este centro es México, sus derrotas, sus tareas irresueltas, sus atajos que no llevaban a ningún lado, sus extraordinarias realizaciones culturales.

Pero del personaje hay algo más que debe decirse. Algo decisivo: el sentido del humor. No hablaré de hálito refrescante, pero, bendita sea, de cuánta ramplonería y de cuánta formalidad ceremonial nos vacuna. Sospecho que Fernando Benítez es una de esas personas que no saben cómo ser adultos o, dicho de otra manera, que sienten un gusto irrefrenable por la carcajada, el gesto imprevisto que abre la posibilidad de un pensamiento menos condicionado por monstruos sagrados y ritualismos.

En los momentos en que Fernando Benítez debe estar ahí asombrándose de la edad, noventa años, que acaba de alcanzar, quiero mandarle un gran abrazo. Con todo el respeto del mundo, para decirlo rápido, y la gratitud por haberme permitido entender algo más de este país. Gracias y feliz cumpleaños. *