* Hermann Bellinghausen *
Fuentes brotantes
Con luz suficiente para el mínimo detalle, el Pacífico transcurría pacíficamente en sus olas quietas, lacustres casi, penetrado por los acantilados de la gracia, las cabezas curiosas de las focas asomadas como perros sumergidos y las líneas de sombra tenue que es capaz de proyectar sobre la piel chinita del océano una gaviota.
Las montañas de roca y hierba hirsuta caían al agua como hachas que el aire volviera azules. La neblina ensortijaba la vegetación de las laderas. Pero sólo más allá del río, en la grieta empezaban las verdaderas montañas del bosque rojo de Los Padres, donde crecen los árboles más altos de la Tierra, según la guía turística.
La costa desnuda serpenteaba inmensamente virgen en el silencio vespertino. El nunca pensó que en el norte pudiera haber un sur tan grande y tan lleno de todo, pese a encontrarse profusamente deshabitado. No había señales de humo ni otras señales humanas, a excepción del solitario faro en Point Sur que habían dejado atrás hacía rato, parpadeando.
La apuesta de quién vería primero el mar la había ganado ella, y a partir de entonces él se confió a su mirada, y la hizo parte de su fortuna, pues siguiéndola encontró las fuentes que flotaban en el mar, aparecían y desaparecían sus chisguetes, mientras ella a grandes voces daba brincos de alegría, señalándolas.
Ballenas, decía. Eran ballenas. Nunca habían visto una. Ella dijo que la vida se divide en antes y después de ver ballenas. Ajá, dijo él sin tomarla muy en serio.
La ondulación oscura asomaba entre espumas sobre el cobalto de la superficie marina, fugazmente, y reaparecería más adelante en su camino al sur. Eran dos los lomos, o sea, que dos las bestias en su migración subacuática. Después vendrían otras.
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A escasos kilómetros, sobre la misma costa, vivió sus últimos, aplacados años, Henry Miller, quizá todavía adentro de la ballena transparente que desde el principio tanto le envidió, irritado, George Orwell. La casa, discreta, es un museo sin nada que abre cuando hay voluntarios. El hito milenario permite en los alrededores un culto espiritual exquisito, pero también una procaz mitificación yanqui, incluidas el águila imperial, las barras y las estrellas, cosas que el viejo gurú de la libertad individual y cósmica a toda costa nunca apreció demasiado, antes bien consideró parte de la pesadilla americana. De cualquier manera, la culpa es suya, Ƒquién le manda ser exhibicionista en una sociedad que en vez de pensar prefiere el espectáculo?
Ellos para empezar y en cambio, se encontraban fuera de la ballena. No veían la intemperie del mundo a través de una gran barriga, sino a las propias ballenas como puntos en la distancia. Hubieron de emplear los gemelos, lentes en donde las cosas ocurren más cerca y en silencio.
Sí, eran ballenas grises. En cualquier momento asomarían las sirenas de sus colas, y si cantaban, pues allá ellas. Viajaban de los hielos árticos a los mares ocultos de la Baja California, donde las espera una flamante fábrica japonesa que les calentará insorportablemente su bahía de cabecera con la anuencia del gobierno mexicano, que necesita industrias que le calienten las arcas hipotecadas de su economía, y que las ballenas se las arreglen como puedan.
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Ella se encaminó al cantil más próximo. El panorama desnudo y rocoso le recordaba la costa escocesa, lo cual le resultó extraño, puesto que no conocía Escocia. Y él pisó la baja vegetación carnosa que se esforzaba en verdear con brillo sobre la aridez del sitio, sintió una alfombra, y levantó dos plumas blancas que estaban suaves.
El cielo gris y uniforme no ofrecía Sol aunque ellos dos ya lo merecían, así que se abrazaron con los soles que traían dentro, ya ves que es fácil, siempre y cuando uno los traiga. Regresaron al abrigo del auto, bebieron un vaso de vino tinto y guardaron el resto para el camino.
Casi ni un alma, sólo ellos (es decir, muy poco) en esa costa que conoce la raíz del viento demasiado lejos.