Globalifóbicos
* Jorge Camil *
El sábado pasado la prensa comentó la diatriba del presidente Ernesto Zedillo en el Foro de Davos contra los enemigos de la globalización. Cuestionado por John Sweeney (dirigente de 13 millones de trabajadores de la federación AFL-CIO) sobre el empobrecimiento provocado por la globalización, afirmó no haber leído ningún estudio serio que vincule al empobrecimiento con la globalización, y dividió a los globalifóbicos (después reconocería que el vocablo no fue acuñado por él) en aquéllos que representan "intereses muy especiales" y los que sufren de "pereza intelectual".
Para no ser acusado de lo segundo, ya que no represento ningún interés particular, las declaraciones presidenciales me obligaron a leer el ejemplar enero-febrero de Foreign Affairs, en cuya portada aparece anunciado con letras rojas un revelador ensayo de Jay Mazur, líder sindical de la industria textil estadunidense: El lado oscuro de la globalización. En él aparecen algunas de las cifras que vinculan a la globalización con el escandaloso empobrecimiento social de la última década. Mazur afirma que el último reporte de Naciones Unidas sobre desarrollo económico documenta la forma en la cual la globalización ha incrementado la inequidad social, en un mundo donde los activos de los 200 hombres y mujeres de Forbes superan el ingreso acumulado de los 2 mil millones más pobres del planeta (un tercio de la población mundial). Esas islas de riqueza concentrada en un mar de miseria, amenaza Mazur, han conducido históricamente a la rebelión social.
Los vínculos que busca el presidente Zedillo se encuentran escondidos en los caballos de Troya que apoyan el edificio de la globalización: privatización, desregulación, austeridad fiscal y bajos aranceles: los dogmas conocidos como el "Consenso de Washington". Por lo pronto, tomaré el tema de la desregulación. En este mismo espacio afirmé recientemente que la desregulación económica impulsada por Carlos Salinas, para obtener la aprobación del Tratado de Libre Comercio, había provocado la quiebra de miles de pequeñas empresas familiares que no pudieron competir. Y hoy el ensayo de Mazur pone nuevamente el dedo en la llaga con una cita de Joseph Stiglitz, el economista del Banco Mundial: "la desregulación provocada por la economía global ha producido una explosión de quiebras mercantiles y crisis financieras cada vez más frecuentes y profundas". Al final, se lamenta Stiglitz, los gobiernos "salvan a los especuladores, jamás a los trabajadores". O sea, Fobaproa.
Es cierto que los gobiernos no deben administrar fábricas de bicicletas ni panaderías, como sucedió en tiempos de Luis Echeverría, pero eso no justifica las privatizaciones indiscriminadas. Si dejáramos el suministro de los servicios públicos en manos particulares los pueblos olvidados jamás tendrían agua potable o energía eléctrica: los pobres son, después de todo, consumidores incosteables.
La postura del Presidente contrasta con la de George Soros, quien sorprendió a tirios y troyanos denunciando el deterioro mundial de la política ("se ha vuelto un negocio", afirmó). El financiero propuso erradicar la creciente complicidad entre políticos y empresarios, como condición esencial para promover el bien común. La complicidad denunciada por Soros se traduce además en otro de los engendros de la globalización: la corrupción auspiciada por los contratistas internacionales. Para muestra, el caso de Helmut Kohl. Pero Davos ha escuchado otras ominosas advertencias en el pasado. En el Foro de 1996, Percy Barnevik, presidente del poderoso grupo industrial Asea Brown Boveri, sorprendió al mundo lanzando la voz de alerta: "si los empresarios no superamos la pobreza y el desempleo, las tensiones (sociales) incrementarán considerablemente el terrorismo y la violencia". Y ahí está la batalla de Seattle. Y ahí está, también, sólo meses después, la batalla de Davos.
Al día siguiente de la participación del presidente Zedillo, Bill Clinton tomó la palabra para recordar a los asistentes que los mil millones de pobres que sobreviven con menos de un dólar al día también son parte del mundo global. Este club de la ignominia, diría yo, la antítesis de Forbes, ha admitido desde 1987, al inicio de la fiebre globalizadora, 200 millones de nuevos desheredados. *