* Leonardo García Tsao *

Tutti frutti latino en Puerto Rico

En su décima edición, el Festival Internacional de Cine de Puerto Rico (abreviado con en sus siglas en inglés, PRIFF) volvió a celebrarse a principios de año y no en noviembre como lo hizo desde su inicio. Eso ha cumplido varias funciones positivas, entre ellas la de alejarse de su rival, el San Juan Cinemafest, y sobre todo, salirse del embotellamiento de festivales de acento iberoamericano que se da en la temporada otoñal (entre otros, se cuentan el de Biarritz, Gramado, Mar del Plata, Huelva y La Habana). Ahora, el PRIFF se sitúa entre Sundance y Rotterdam, lo que no implica mucha duplicación de títulos (y se salva de depender del envío de copias por parte de organizaciones tan poco serias como el de Mar del Plata).

El cambio también significó una reestructuración. El tutti frutti tropical de costumbre, con un énfasis en el cine hecho en Latinoamérica y España, añadió desde el año pasado una curiosa sección llamada El sobre, por favor, que reunía varias de las cintas propuestas por diferentes países a ser candidatas para el Oscar, en la categoría de lengua extranjera. De hecho, fue una de las secciones más nutridas. Otra, bautizada Après Sundance, ofreció algunos títulos recién seleccionados en ese foro.

Sin embargo, el PRIFF continuó con la tradición de exhibir una amplia muestra de la producción reciente de España y Argentina. Tantas fueron las representantes del segundo, que fueron extraídas de la sección Luces latinoamericanas para brindarle su propio espacio titulado Tango de película. El material visto --salvo excepciones-- no da la idea de un renacimiento del cine argentino, sino confirma algunos de sus peores vicios, sobre todo el de la cursilería.

En cambio, el cine español ofreció uno de los títulos más comentados del festival, la inusual comedia El milagro de P. Tinto, ópera prima de Javier Fesser que se mueve en el terreno del grotesco posmoderno, muy influido por Delicatessen. A diferencia del grueso de la comedia española, no trata sobre parejas madrileñas mal avenidas o asuntos sexuales en tono de farsa, sino crea su propio universo extraño, poblado por personajes de caricatura que incluye a un par de extraterrestres desmadrosos.

El cine mexicano, dados los tiempos que corren, tuvo una participación limitada a cuatro largometrajes: Ave María, de Eduardo Rossof, El coronel no tiene quien le escriba, de Arturo Ripstein, Un dulce olor a muerte, de Gabriel Retes y Rito terminal, de Oscar Urrutia. La que más interés provocó fue, claro, la de Ripstein. Incluso fue la cinta con más número de proyecciones a petición popular. En ello, no sólo influyeron el prestigio del realizador y de García Márquez sino también al tumulto que se formó afuera del complejo de salas Fine Arts por la exhibición de La princesa Mononoke, elogiada película de animación japonesa. El asunto casi degeneró en motín y muchos fueron los espectadores que no pudieron entrar a ver ni una ni otra película.

Por cierto, la delegación mexicana fue inexistente. El único realizador de origen mexicano presente fue José Luis Valenzuela, quien vive en Los Angeles (la zona este, por supuesto) y retrató con acierto la forma de vida chicana en Luminarias, una comedia de tintes melodramáticos que en cada función ha sido causa de aplausos y risas festivas por parte del público femenino.

No deja de ser interesante que en la cartelera comercial se anunciaba otro título nacional: Sexo, pudor y lágrimas. Esta es la primera vez que he podido comprobar la exhibición en la isla de una película mexicana fuera del contexto del festival.

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