Ť La ejecución de la OSN de la Octava sinfonía de Mahler, el acto musical del año
La belleza prorrumpió en Bellas Artes
Pablo Espinosa Ť Ven. Ven espíritu creador.
Con esa invocación comenzó la temporada 2000 de la Orquesta Sinfónica Nacional, la noche del viernes en el Palacio de Bellas Artes, donde este mediodía volverá a escucharse ese himno concebido en el siglo IX: Veni, veni creator spiritus, que constituye a su vez el inicio de la Octava sinfonía, del compositor austriaco Gustav Mahler (1860-1911). Himno, invocación, inicio, la octava de Mahler es uno de los prodigios de la creación humana. Este mediodía volverá a sonar en Bellas Artes.
Su ejecución, el viernes en el palacio de marmomerengue, constituyó el acto musical del año, que apenas inicia. La batuta del maestro Enrique Diemecke, en una intensidad madura, concentrada, sabia, a la altura de tan ardua partitura.
Diemecke en plan de gran director de orquesta. Entre otros puntos brillantes de esta nueva hazaña: dirigió de memoria, sin atril delante, distribuyó a sus músicos de manera original y conveniente al sentido espacial de la concepción mahlérica, respiró e hizo respirar en cada uno de los poros de músicos, coros y escuchas, todas y cada una de las notas mahlerúricas, con todo y sus acentos, pathos, suspiros y elevación espiritual de epifanía. Una versión, en suma, absoluta, pura y diáfana, mahlerianísima.
El regocijo entre la melomanía y muy especialmente entre la congregación secreta de mahlerianos es inmenso, pues han sido las recientes intensísimas semanas mahlerianas: el inicio de temporada, a su vez, de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México fue igualmente ambiciosa, audaz y bien lograda. Con la batuta de Jorge Mester, la Filarmónica emprendió, al mediar enero, su temporada de conciertos también con una de las grandes sinfonías de Mahler: la Sexta. De igual forma fue una versión apabullante, digna de una batuta elevadísima y de la mejor orquesta de nuestro país: la Filarmónica de la Ciudad de México, merced a la calidad de sus atrilistas y su director titular. Esa misma orquesta brindó, un par de semanas después, otra maravilla mahleriana: las Kindertotenlieder, con la voz solista, también en plan grande, de Encarnación Vázquez.
La noche del viernes en Bellas Artes, la Sinfónica Nacional volvió por sus fueros. Por cuarta ocasión en la historia de la música en México pudo oírse en vivo esa sinfonía monumental, la octava, ese maremágnum de planetas sonando. La primera vez, la iniciática y definitiva, ocurrió a mediados de los setenta, con la égida del más grande director de orquesta mexicano: el entrañable Eduardo Mata, irreparable. Enrique Diemecke acomete tan descomunal aventura por tercera ocasión.
Dadas sus exigencias técnicas y de montaje, raras son las ocasiones que en el planeta pueden escucharse los planetas girando, es decir, la ejecución de la Octava sinfonía, de Mahler, es ocasión de privilegio. Cuando la estrenó su autor, él mismo a la batuta, el 12 de septiembre de 1910 en Munich, había en el escenario mil 24 músicos, por lo que ųa pesar del enfado del compositorų quedó para la posteridad bautizada como la Sinfonía de los mil.
Anteanoche se congregaron en Bellas Artes así cuatro centenares de músicos, entre coros, orquesta y solistas. El resultado fue tan anonadante como frenético: las masas sonoras hicieron exultar a quienes llenaron Bellas Artes, impedidos a su vez del delirio extrovertido a los que suelen dar pie los tamborazos y estrépitos de las grandes de la taquilla (léase Carmina Burana o la Novena, de Beethoven), pues si bien la Octava de Mahler es espectacular, su estructura, su tejido armónico, su fastuosa arquitectura sónica exige a su vez oídos exigentes, entrenados diríase. No obstante, el regocijo fue generalizado:
En escena, bajo la batuta de Diemecke, la materialización de la frase de Gustav Mahler cuando describía el efecto buscado con su Octava sinfonía: "Imaginad que el universo empieza a sonar y a timbrar y ya no se trata entonces de voces humanas las que se oyen, sino planetas y soles orbitando".
Anteanoche en Bellas Artes cuatro coros, ocho solistas, una masa demoledora de voces humanas, girando como astros canoros alrededor de las epidermis erizadas de placer. La fuerza cósmica de esta sinfonía la ha convertido, curiosamente, en objeto de rituales de purificación y recomienzo: son cada vez más familiares y frecuentes las ceremonias íntimas en las lunas nuevas (como la de anoche, la más brillante en mucho tiempo) con luz de vela y la invocación del Veni Creator Spiritus y la Sinfonía octava de Mahler, completa.
La noche del viernes la belleza prorrumpió en el palacio. La sinfonía de las invocaciones, de la redención, del recomienzo, del anhelo humano de inventarse un cielo metafísico, en un despliegue formidable de voces solistas, todas ellas conmovidas y conmovedoras. Se oye un zumbido cual si ondulasen selva y rocas, los sentidos al límite tensados y los ecos del Sturm und Drang, las consecuencias del exacerbamiento del romanticismo se cuelan en la forma sonata y un viento impetuoso de contrapunto y doble fuga en transparencia de sonidos planetarios. El cosmos gravitando.
Serie cíclica de clímax, oleaje consuetudinario de emociones, la purificación, el gesto epifánico de Mahler en su penúltima sinfonía, antes de expirar (en su lecho de agonía, traza unos compases con la mano derecha en el aire, cual si dirigiera a una orquesta invisible, voltea a ver a su mujer, Alma, y exclama: Amlisch mía, y dice por último: querido Mozart), pero antes, los versos finales del Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe, que son los compases finales de la Octava sinfonía:
Todo lo perecedero/ no es más que un símbolo./ Aquí lo inaccesible/ se convierte en hecho./ Aquí se realiza/ lo inefable./ Lo eterno femenino/ nos atrae a lo alto.
Y el alma entera prorrumpe en gran, intensísimo sollozo.
Mahler. La Sinfonía de los mil. Este mediodía en Bellas Artes. Epifanía.