* BALANCE INTERNACIONAL

Globalofobia y globalofilia

* Gerardo Fujii *

 

La polémica entre los partidarios del libre comercio, los globalofílicos, y los que, preocupados por las consecuencias negativas que en los plazos corto y mediano pueden tener la apertura comercial y financiera acelerada sobre ciertos sectores, los globalofóbicos, no comenzó en Seattle, en la Ronda del Milenio de diciembre del año pasado ni en la conferencia de Davos. Desde sus orígenes, la economía está enfrascada en este debate. Es célebre la controversia entre David Ricardo y el reverendo Malthus, a comienzos del siglo XIX, en torno a la liberalización de las importaciones de trigo por parte de Inglaterra. Ricardo, el globalofílico, consecuente con la teoría de las ventajas comparativas que él había desarrollado, era partidario de desproteger a la agricultura inglesa y de abrir las fronteras a las importaciones de trigo francés, más barato que el inglés. Esto reduciría el costo de los alimentos, lo que permitiría reducir los salarios, aumentar las ganancias, y acelerar el crecimiento económico, dado que son las ganancias las que financian la inversión, y reduciría la renta de los terratenientes, que era derrochada en consumo suntuario. Malthus, el globalofóbico, sostenía que Inglaterra produjera sus propios alimentos con base en argumentos de seguridad alimentaria. Las Guerras Napoleónicas recién habían concluido, y Malthus sostenía que para Inglaterra sería peligroso depender de las importaciones de trigo de su enemigo histórico.

Los modernos globalofílicos han manifestado su oposición a que el libre comercio esté sujeto al cumplimiento de normas laborales y ecológicas, lo que es exigido por sindicatos, grupos ambientalistas y muchos empresarios de los países desarrollados, lo que ha encontrado eco en algunos gobiernos de estos países. Esto significa que los globalofílicos, empleando la expresión de F. Fajnzylber, defienden la competitividad espúrea, basada en bajos salarios y en el deterioro del medio ambiente. La alternativa es la competitividad auténtica, asentada en una elevada productividad, en el progreso técnico, que es compatible con elevados salarios. Un país en desarrollo puede encontrarse hoy en que sean éstas las únicas fuentes de su competitividad. Sin embargo, el no considerar que, en perspectiva, la elevación del nivel de vida derivada del comercio internacional exige ir pasando a formas auténticas de competitividad, inevitablemente alimentará las fuerzas que favorecen las variedades espúreas de las ventajas en el comercio internacional, lo que generará el peligro de que esta situación se perpetúe en el largo plazo.

Por otra parte, los globalofílicos consideran que todos los sectores sociales ganan con la apertura comercial en forma casi inmediata. Esto evidentemente que no es así y por eso hay grupos que protestan contra las formas y ritmos actuales de la globalización. Los grandes ganadores de este proceso son las grandes compañías trasnacionales de los países ricos. Según una nota publicada por La Jornada el 6 de febrero, las cien principales empresas trasnacionales concentran 75 por ciento del comercio internacional. Los perdedores son varios. En los países desarrollados, los trabajadores que pierden sus empleos y las empresas que pierden mercado ante la competencia de los países con bajos salarios. Esto afecta a todos los trabajadores de estos países, pues el desempleo y la menor demanda de trabajo limitan el incremento de los salarios. Además, al ampliarse la brecha entre las empresas ganadoras y perdedoras con la globalización aumentan las disparidades en los niveles de ingreso entre los ocupados en uno y otro tipo de empresas. En el otro polo, hay países pobres, particularmente los de Africa al sur el Sahara, que están al margen de los beneficios de la apertura comercial, mientras que en los países de nivel intermedio se repite el esquema de ganadores concentrados en ciertas empresas, mientras que vastos sectores de empresarios y trabajadores ven amenazadas sus actividades por la agudización de la competencia.

La afirmación de que en el largo plazo todos resultarán beneficiados con la globalización recuerda lo que Keynes señalaba en la década de los 30 respecto del convencimiento de la economía convencional de que el mercado por sí mismo resolvería el problema de la desocupación en el largo plazo. Los políticos tienen como tarea primordial resolver los problemas de hoy pues, en el largo plazo, todos estaremos muertos.