La Jornada miércoles 16 de febrero de 2000

Elena Urrutia
Fernando Benítez

Celebrar a un capricornio es, de alguna manera, celebrarte a ti misma con sólo seis días de diferencia. Es celebrar su creación de suplementos culturales ųfui colaboradora en el primero que fundó, el suplemento dominical de El Nacional, en la época de Juan Rejano, y en el último que dirigió, La Jornada Semanalų pero, sobre todo, celebrar al autor de tantos libros fundamentales, necesarios y vigentes. Y la mejor manera de celebrar a Fernando Benítez es, sin duda alguna, leyéndolo.

Durante las vacaciones recientes de fin de año tuve la suerte de bajar del altiplano para hacer a la inversa La ruta de Hernán Cortés ųlibro que Benítez publicó en 1950ų, costear la cuenca del Golfo de México y adentrarme en la península de Yucatán ųese lejano sureste con carácter insularų, pudiendo valorar en su lugar el arte olmeca y el arte maya; de sentirme agobiada en Tabasco por el exceso de agua a la que no obstante valoramos todos como el bien más preciado; de dejar atrás la alta y jugosa selva de la cuenca del Usumacinta, que desaparece y es sustituida por el chaparral norteño, el otro mundo maya, el de la sequía, el de la caliza ųese suelo formado por las conchas de moluscosų con arbustos pequeños, adustos y agresivos: pasar del mundo de la abundancia al de la pobreza crónica, del reino mágico del agua a la sequedad angustiosa del norte de Yucatán; de maravillarse ante esas ciudades mayas nacidas y muertas en el limo fecundo del río, tragadas por la incontenible vegetación, mil años sumergidas por la selva luego del éxodo de los mayas que abandonaron simultáneamente todas sus grandes ciudades.

Y llegar a Mérida, una de nuestras más hermosas capitales de provincia que explica precisamente su grandeza gracias a esa selva chaparra, erizada de espinas, que puebla el norte de Yucatán: el henequenal, el desierto poblado de agaves, el horizonte de espinas que ha logrado vencer tras una larga lucha la pobreza de tierra y la pobreza de agua; ese henequén blanco que retuvo por largas décadas el monopolio mundial de las fibras duras ųplanta que habría de ser robada para aclimatarse en Cuba, Haití y, sobre todo, en Africaų perdiendo, entre otras razones, su preminencia. Este agave fascinante ų''camello vegetal del desierto"ų más bello tal vez y más estilizado que el nuestro del desierto frío a 2 mil 200 metros sobre el nivel del mar, convocó de modo particular el interés de Fernando Benítez para escribir y publicar en 1956 su libro Ki: el drama de un pueblo y una planta.

Las antiguas haciendas maicero-ganaderas se fueron transformando en haciendas henequeneras, verdaderos castillos comidos hoy por la humedad, ruinosos y desiertos, que revelan un estilo de vida feudal sostenido por inumerables esclavos aun cuando la esclavitud desaparecía, al menos legalmente, en el resto del país. ''La remota y casi desconocida provincia había logrado, sin minas, sin buenas tierras cultivables y sin industria, crear una sólida economía que era la envidia y la admiración de los mexicanos". Si el maguey que asombrara a Humboldt había formado a lo largo de los siglos la ''aristocracia pulquera", otro maguey, el agave aurífera, había creado la poderosa casta de los ''reyes del henequén", edificando unos y otros hermosos ''hoteles" afrancesados, rematados con arrogantes e innecesarias mansardas, en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México y en el Paseo Montejo de Mérida, Yucatán.

La producción henequenera, en firme ascenso a partir de 1880, se alteró radicalmente, y el término de la primera guerra mundial fue el fin de su prosperidad. No sólo las causas fueron de orden comercial; también Salvador Alvarado contribuyó a golpear al sistema feudal imperante y, años después, Lázaro Cárdenas le dio el golpe de muerte.

Ahora algunas de las deterioradas haciendas henequeneras han sido rescatadas del olvido y la incuria para verse convertidas en lujosos y sofisticados hoteles o paraderos turísticos. Visité el hotel Hacienda Temozón, el restaurante hacienda Ochil y la Hacienda Katanchel ųmaravillosasų pero no son las únicas, por supuesto. Algunas más bien a sumarse al atractivo turístico de las ruinas mayas, a la belleza de la ciudad de Mérida y, sobre todo, a la calidez de ese pueblo sonriente, digno y hospitalario, consciente como pocos de la grandeza heredada.