Arnoldo Kraus
Irresistible necesidad de Haider
Las teorías sociológicas, antropológicas, económicas o médicas que han intentado explicar las causas del racismo han sido insuficientes. De existir una convincente, una que disecase "todas las razones", una en la que los datos duros y el conocimiento albergasen todas las vías de la experiencia racista, quizá, entonces, habría acuerdo en sus orígenes. Pero no. El racismo y conductas similares birlan la inteligencia humana. Son casi inexplicables. Es probable, incluso, que estén determinadas ontogénicamente.
La realidad no sólo es que el saber en esa área es y será insuficiente, sino que, dentro de ese abigarrado término que llamamos "naturaleza humana", el desprecio por "el otro" es innato e inmemorial.
Lo ancestral del racismo, su incremento, la inutilidad del entendimiento, así como la doble moral derivada de la mayoría de las conquistas de la civilización, son patentes. En el siglo XX corren paralelos sabiduría y racismo. Ambos, en niveles antes impensables. El término progresión geométrica puede aplicarse para ese binomio: las moléculas humanas se hincharon de tanto saber y las mismas manos idearon formas otrora inconcebibles de muerte y odio. La dicotomía de la condición humana difícilmente se expresa mejor que frente a la proliferación de ambos caminos. Lo mismo sucede cuando al hablar de racismo se sopesa el valor de la razón o de las palabras ųcomo las aquí escritas; su inutilidad, se palpa.
ƑQué se habrá escrito en la prensa alemana durante la década de los 30? La ruina en la que se encontraba el pueblo germano debió haber leído los discursos de Hitler desde la óptica y necesidad del vencido. Es claro que sus ideas hallaban eco con facilidad; es seguro que sus discursos fomentaban una suerte de mayéutica en una nación derrotada. Además, es probable que la inexistencia de una experiencia genocida idéntica dificultase la interpretación de los preámbulos de lo que serían las semillas para alimentar las matanzas. Lo cierto es que la oposición a las ideas racistas de Hitler, o los movimientos en su contra, fueron de una insignificancia grosera.
La población requería ųcomo en cualquier movimiento en que la raza, el otro o el extranjero están de por medioų encontrar a los culpables. La urgencia de saber que todo puede mejorarse siempre se ha recargado en la existencia de otros grupos en quienes descargar los errores propios.
La Austria de Hitler no era la Alemania de Hitler. Y la raza aria del Fhürer de los 40 no es la población austriaca de Joerg Haider. Tampoco se semejan las economías ni los momentos históricos de ambas naciones. Ni siquiera Haider o sus discursos son copia de la imagen de quien convenció al pueblo alemán de exterminar todo lo que no fuese ellos.
La Viena de los 30 de Freud, Schielle, Schnitzler, Klimt, Mahler, Wittgenstein, Schoenberg y tantos otros perdió, para siempre, muchas de sus caras. Y adquirió otras: las del horror de la complicidad y la muerte. La Viena de los 90 y del fresco 2000 tampoco vive la depauperación económica ni moral por la que atravesaban las ciudades alemanas siete décadas atrás. Sin embargo, el espíritu racista está ahí, no como embrión, sino como carne.
Muchos factores aglutinados y aglutinantes hicieron del fenómeno Hitler una necesidad. La aristocrática Austria de estos tiempos parece estar pavimentada de otras circunstancias para hacer de Haider una irresistible necesidad. No sólo obtuvo un porcentaje importante de votos, sino que otro partido, con ideología diferente ųel Partido Popularų, se unió al de Haider para formar gobierno. La urgencia del poder atropella y valida todo: la venta de un partido conservador y sus votantes para ser coactor de ideologías nazis.
A los austriacos les enseñaron en la escuela que fueron víctimas de Hitler. A los austriacos no los melló el hecho de que su ex presidente Kurt Waldheim tuviese un pasado criminal y genocida. Nadie ha oído en la culta Viena que la escuela de medicina vienesa, repleta de profesores judíos, se extinguió durante la invasión nazi porque muchos prefirieron suicidarse antes que caer en manos de sus verdugos. Quienes se han vendido a Haider tampoco recuerdan que en los años 50 la Comisión del Premio Nobel preguntó a las autoridades austriacas por Hermann Broch: en ese país el escritor era desconocido.