La Jornada miércoles 23 de febrero de 2000

Javier González Rubio I.
El maestro

Fernando Benítez era un maestro en el sentido sustantivo de la palabra, un hombre al que le gustaba enseñar, transmitir una pasión por el periodismo, por la literatura y por México.

Varias generaciones de estudiantes de periodismo de la Facultad de Ciencias Políticas tuvimos la oportunidad de asistir a sus clases, una de esas oportunidades extraordinarias que a pesar de todo y de tanto sólo puede brindar la UNAM.

Era un maestro dedicado, generoso y puntual. Un caballero elegante, siempre de corbata, con combinación de saco y pantalón, pues sólo en ocasiones realmente especiales se ponía traje completo. Y, al viejo estilo, hablaba de usted a sus alumnos.

Su sentido del humor era proverbial. Pocos maestros saben, como sabía él, hacer de la enseñanza un gozo, un elemento más para disfrutar la vida. Tenía ansiedad de contagiarnos el respeto y la entrega a una profesión que algunos dignifican, la hacen vital y valiosa y, otros, prostituyen y pisotean: el periodismo.

Era histriónico y elocuente. Leía en clase un reportaje y parecía un abuelo relatando con mil trucos un cuento a sus nietos: daba pases con el capote, recibía un gancho en la mandíbula, su voz se tornaba suave y seductora describiendo a la actriz asesinada y manoteaba con energía para describir la injusticia cometida por tal o cual canalla.

Obviamente no tenía pelos en la lengua y fraseando con encendida convicción utilizaba calificativos espectaculares para definir a quienes detestaba ųa fin de cuentas era hombre de pasionesų en la política o en la cultura: ''momia siniestra", ''personaje diabólico", ''criminal inombrable".

Revisaba los trabajos con minuciosidad y ponía anotaciones con aquella letra suya, tan pequeñita. Y sin echar mano de la humillación llamaba la atención en clase por un error de redacción o de concepción logrando que hasta el aludido lo tomara con sentido del humor.

En muchos momentos a lo largo del semestre las risas y las carcajadas o los aplausos no se hacían esperar y entonces sus ojillos maliciosos, detrás de aquellos lentes que protegían tantos secretos, brillaban de alegría y de esa cierta esperanza que tiene todo maestro que confía en que algunos de esos alumnos se le logren.

Cuando avanzábamos en la carrera y ya no estábamos con él en la clase de reportaje periodístico y alcanzábamos a oír también aplausos y carcajadas, ya sabíamos que era en el salón de Fernando Benítez.

En verdad, un maestro inolvidable.