Ť El jueves ofreció el primero de sus conciertos en el Auditorio Nacional


Luismi, un astro apagado por su vanidad

Mónica Mateos Ť Extrañamos al sol. En su lugar apareció, dizque caído del cielo, bajando del techo abrazado de un farol, un desteñido y regordete Luis Miguel que, en apresurado concierto, cantó con su chorro de voz, opacada por una igualmente desmesurada vanidad.

En el primero de los 17 conciertos que el divo ofrecerá en el Auditorio Nacional, fue más importante para el artista el no perder detalle de su imagen reflejada en una megapantalla colocada a su espalda y en los pequeños monitores de los costados del escenario.

Como un maniquí llegó, como tal se fue y dio por concluida la hora y media de canciones: acartonado, escatimando las sonrisas y las palabras a un público que, infinitamente noble, coreó hasta la histeria los boleros porque, de todas maneras, cante quien cante, esas son flechas musicales que no tienen pierde.

Luismirrey se sabe poseedor de cierto don de titiritero, ese que consiste en hacer ondular los alaridos de los fans con tan sólo un meneo, un puchero o el leve movimiento de sus dedos. Son acciones que tiene perfectamente calculadas y en las que se regodeaba, cual narciso embelesado, al mirarse en la pantalla gigante y pensar, quizá, "šqué divina garza soy!".

Hace caso omiso (como las hechizadas fanáticas) de sus kilitos de más, que seguro él llamará "corpulencia"; de su cabello opaco, tanto que parece peluquín o injertado y que ni por error se toca como antes (no se le vaya a despegar); de sus dientes que de tan blancos y alineaditos parecen de fábrica; de su eterno ceño fruncido que tiene ya las marcas de la neurosis. Luis Miguel y las hipnotizadas admiradoras no se dan cuenta de que la perfección del ídolo está bastante disminuida.

esp.luis.jpg Como siempre ocurre en estos encuentros musicales, el público que ocupa las gradas de "hasta atrás", es decir, las que cuestan menos, está conformado por jovencitas más desinhibidas a la hora de la euforia. El respetable público de las primeras filas siempre se comporta "a la altura" del gran desembolso que hicieron para conseguir lugares privilegiados (800 pesos en taquillas o más de mil morlacos en reventa). Aunque si el divo lo pide, cualquiera se deschonga o se desata la corbata para hacer lo que Luis Miguel-titiritero pide.

En primera fila, una sonriente y complacida madre acompaña a sus hijos, que disfrutan tanto como ella el que Luismi los mire de vez en vez para dedicarles alguna estrofa. La familia entera se sabe casi todos los temas, se la pasan cante y cante.

En una de esas, el divo pide al público que se levante a bailar el tema Suave y la madre parece decirle a su hija adolescente, "ándale, no seas tímida, levántate a bailar". La chavita y una amiga rubia, con el consentimiento de mamá, baila y aplaude, tímida. Luismi les hace ojitos, pero ellas son las mejor portadas del público, nada de desmayos ni aullidos.

Unos boleros más, de volada porque el tiempo apremia, y el artista decide "entregarse" por fin a su público, esto es, extender una mano fuera del escenario para que "las suertudas" lo toquen. La tentación es demasiada y más de una salta de su lugar para aproximarse a la mano de Luis Miguel, que es sostenido por un corpulento guardespalda, para que no caiga al ser jalado por las chicas.

Sin importar arriesgar sus pulcros peinados ni exponerse a los salvajes empujones de los guardias de seguridad, muchas chavas logran el sueño de las que mueren de histeria en los palcos, tocar con la puntita de sus dedos la mano del ídolo.

En medio del desorden, la madre que antes animaba a su hija a pararse a bailar, decide que también quiere saludar a Luis Miguel y en un santiamén se acerca al escenario. El artista se apresura para aproximarse a ella y estampa un caballeroso beso en el dorso de la mano de la primera dama, Nilda Patricia Zedillo, quien regresa feliz a su lugar, ante la sorpresa de los guardias de seguridad que no se dan abasto entre cuidar a las decenas de fans que quieren trepar al escenario o salvar a la familia Zedillo de los codazos.

La primera dama y sus hijos no esperaron a que concluyera el concierto, aprovecharon un receso de Luis Miguel para abandonar el Auditorio, convertido en una fiesta que deseaba prolongarse, pues apenas había transcurrido una hora y media. Pero el artista sólo cantó una más, dejó caer confeti en la sala, dijo adiós y ya no regresó.

Las porras seguirían afuera, entre grupos de "incondicionales" (así se llaman a sí mismas las fans de Luismi) y de Luismigueles (los novios o acompañantes de ellas, vestidos de riguroso traje y corbata, para parecerse al ídolo). Afuera, entre vendedores de tazas, camisetas, fotos y posters, seguiría el sueño de ser fan del "ídolo de México", aunque no caliente el sol como antaño.