MAR DE HISTORIAS
Olvidar el olvido
* Cristina Pacheco *
Los labios de Eugenia se mueven al mismo ritmo que sus manos. Llevan y traen el ganchillo que picotea el hilo blanco. Para la anciana son mucho más que materiales de trabajo: los implacables entrenadores que la obligan a llevar la cuenta exacta de cadenas, casas, panes y vueltas. Con esos tres elementos del tejido Eugenia puede hacer maravillas: flores, paisajes, rostros. Sobre el respaldo del sillón tiene una carpeta donde florece para siempre un ramo de gardenias. Como todas sus labores, está hecha de memoria. Se los dice a las pocas visitas que reciben: "Traté de que fueran iguales a las que me regaló mi esposo en nuestro primer aniversario".
La tos áspera de la mujer sentada a su derecha hace que Eugenia suspenda su trabajo. "Llevo cuatro meses con esto", le murmura la desconocida en tono de disculpa. Si estuvieran en otra parte, y no en la antesala del doctor Lara, Eugenia le haría a la enferma un comentario para tranquilizarla, pero únicamente le sonríe y vuelve a su labor.
Al ritmo en que teje, Eugenia procura concentrarse en ciertos datos. Quiere tenerlos bien ordenados en su memoria cuando la enfermera le diga, como siempre y en el mismo tono de broma: "A ver si se acuerda de cuándo fue su primera cita". Ella responderá con la satisfacción de una alumna aplicada: "El 14 de enero de 1991". La sonrisa de la empleada será la prueba de que acertó, pero sólo respirará con alivio cuando la oiga decir: "Yo no sé para qué se preocupa tanto. Va muy bien. Vaya a sentarse. En un minutito la recibirá el doctor".
A Eugenia le simpatiza mucho la enfermera. Le gustaría saber de ella algo más que su nombre: Angeles. Muchas veces ha tenido la tentación de preguntarle si es casada, tiene hijos, dónde vive. No lo hace porque sabe que apenas entre en esa historia, se sentirá obligada a recordarla. Esto implicaría un esfuerzo adicional y el riesgo de provocar una fisura en su memoria repleta de nombres, fechas, escenas remotas, frases, plegarias. Suspira: "Si apenas puedo con mi gente, Ƒpara qué más?"
II
Fue la propia Eugenia quien se impuso la obligación de visitar al doctor Lara cada seis semanas. El día que le toca consulta se levanta más temprano que de costumbre. Mientras llega el momento de presentarse en el consultorio se pasa todo el tiempo en un estado de ánimo muy especial, mezcla de nerviosismo y curiosidad.
Su arreglo, para la ocasión, se prolonga más de lo necesario y sólo porque a cada momento lo interrumpe para someterse a alguna pequeña prueba: "ƑEn qué año murió mi hermanito Benigno?" Mientras encuentra la respuesta su rostro se descompone y cuando no logra obtenerla se da golpecitos en la frente con el puño cerrado, como si quisiera activar los mecanismos secretos de la memoria, tan atestada como su casa.
La hace parecer más pequeña el exceso de muebles. Asfixian a los pocos que le pertenecen de origen ųuna cama, un ropero, un buró, una mesa de pino, dos sillas y una mecedoraų pero Eugenia nunca ha pensado siquiera en deshacerse de esos objetos porque son herencia de sus nueve hermanos.
Hace más de diez años, cuando se dio cuenta de que empezaba a resultarle difícil precisar a cuál de sus hermanos había pertenecido cada mueble, Eugenia decidió poner en sus puertas, cajones y respaldos letreritos con los nombres de sus anteriores propietarios: "Sillón de Consuelo", "Taburete de Julia", "Cama de Luis Antonio", "Librero de José"... Cuando al fin termino el inusual proceso de identificación, Eugenia se sintió menos sola y hasta dejó de lamentar haber destruido meses antes, en un arranque de desesperación, los retratos de sus padres y de sus nueve hermanos.
En ese nuevo orden de cosas algo seguía molestándola. Después de reflexionar Eugenia se dio cuenta de que la incomodaba ųo mejor dicho, la hacía sentirse culpableų la desnudez de las paredes. Entonces decidió cubrir con calendarios los huecos dejados por las fotografías. Desde que los almanaques forman parte de la decoración de su casa no les ha arrancado ni una sola hoja. En ellas ciertas fechas están marcadas con circulitos de colores: rojos los que señalan los onomásticos de sus padres y hermanos; negros los que indican las fechas de sus fallecimientos; azules los que protegen las únicas dos fechas importantes en su vida presente. Corresponden al cobro de su pensión y la visita al consultorio.
Eugenia se pregunta con frecuencia qué habría sido de ella si no hubiera consultado al doctor Lara. Lo hizo por sugerencia de una mujer. Hasta la fecha lamenta no haberle preguntado su nombre, pero aún la bendice por haberle aconsejado la asistencia del médico.
Todo ocurrió una mañana en que Eugenia salía del banco. Bajó las escaleras y de pronto no reconoció la calle donde se encontraba ni la razón de encontrarse allí. Se sintió extraviada y comenzó a llorar. Fue en ese momento cuando la desconocida acudió en su auxilio. Eugenia tuvo que esforzarse mucho para explicarle lo que le sucedía. Entonces salió a relucir el nombre del doctor. "Vaya a verlo. Es geriatra. Una persona muy considerada y muy buena".
Después de ponerle en las manos un papelito con el domicilio del doctor Lara y preguntarle si era capaz de volver a su casa, la desconocida se despidió de Eugenia: "Consulte al médico. El puede ayudarla. Si puede, pida la cita hoy mismo". Eugenia siguió el consejo de la que aún recuerda como su gran benefactora.
El 14 de enero de 1991 visitó por vez primera el consultorio del doctor Lara. Llegó una hora antes de su cita. La antesala estaba desierta. Del otro lado del cancel, inclinada sobre el escritorio, Angeles releía los expedientes. Eugenia se acercó: "Tengo cita con el doctor Lara". La enfermera le preguntó su nombre al mismo tiempo que revisaba la agenda. "Su cita es a las cinco y apenas son las cuatro. Tendrá que esperar porque el doctor ahorita está ocupado con otra paciente". Eugenia quiso disculparse pero en vez de eso emitió una súplica: "Señorita, por favor..." El llanto le impidió seguir hablando. Angeles abandonó su tarea: "ƑSe siente mal?" Eugenia movió la cabeza con desconsuelo: "Tengo miedo, mucho miedo".
Acostumbrada a escenas como esa, Angeles llevó a Eugenia a otra antesala. La hizo tomar asiento, le obsequió un vaso de agua y luego se sentó a su lado, decidida a tranquilizarla: "No se angustie. El doctor la va a recibir. Cuéntame: Ƒqué le pasa?"
A Eugenia le costó mucho trabajo encontrar las palabras con qué describir el motivo de su angustia: "No quiero que me dejen. Se van cuando más necesito que estén cerca, como antes..." Angeles tomó la mano de la nueva paciente y le habló despacio, alargando mucho las sílabas, como si estuviera dirigiéndose a una niña y no a una mujer de setenta años: "Tranquilita. Piense que estamos aquí para ayudarla. A ver, dígame: Ƒtiene algún problema con sus hijos o son sus nietos?" La enfermera hizo una pausa y luego ella misma dio la respuesta: "Ya no la visitan, Ƒes eso? Le diré que eso sucede todo el tiempo. Lamentablemente hoy en día la familia..."
Eugenia levantó la mano y le impuso silencio a la enfermera: "No, mire usted... Mis papacitos murieron casi al mismo tiempo. Estábamos saliendo del luto de mi papá cuando mi madre... Fui la mayor de sus diez hijos. Me tocó criarlos y luego educarlos. No me quedó tiempo para nada más. Consagré mi vida a mis hermanos y sigo haciéndolo".
Angeles aprovechó la referencia para imbuirle optimismo a la nueva paciente: "Con tanta familia, Ƒcómo es posible que se sienta sola?" Por primera vez Eugenia miró a la enfermera a los ojos: "Todos murieron ya. Sólo me quedan sus recuerdos. Si los pierdo, Ƒcómo sabré que estoy viva?"