MAR DE HISTORIAS
Del otro lado del túnel
* Cristina Pacheco *
Sentado junto a la boca de la cueva, Fermín sigue desbastando el madero que anuncia la forma de un caballo. Será el regalo para su hijo Anselmo. El niño nunca ha ido a la escuela pero ya tiene una larga experiencia de muerte: ha visto fallecer a sus tres hermanos menores. Uno a uno fueron bautizados con el nombre de Sebastián, en memoria del abuelo materno; y al mismo ritmo, a las pocas semanas de nacidos, fueron muriendo.
Anselmo -que como primogénito heredó el nombre de su abuelo paterno- ha sido testigo de las pérdidas. A eso atribuyen sus padres que sea un niño tan quieto y silencioso. Mientras espera la oportunidad de asistir a la escuela, cerrada al mismo tiempo que la mina de Hinojos, acompaña a su madre al pueblo de Peñitas. Para llegar caminan una hora hasta La Luz. Allí atraviesan el túnel larguísimo y poco iluminado que desemboca en su destino. Lo transitan, más que nada, transportes turísticos. Rosalinda se considera dichosa cuando algún automóvil particular se detiene y el conductor acepta llevarlos, a ella y a su hijo, gratuitamente.
En Peñitas las fachadas, paredes y calles son de piedra. Rompen la parda monotonía pequeños huertos interiores y los árboles que sombrean el atrio de San Francisco. Los fines de semana, cuando es mayor la afluencia de turistas, desde muy temprano se ve atestado de pordioseros, fotógrafos, y vendedores de reliquias y golosinas. Rosalía se confunde entre ellos y se desgañita en el ansia de que su voz se sobreponga a la de otros pregoneros: "Pan de maíz y piloncillo: a tres por cinco pesos".
Rosalinda y Anselmo se instalan en el atrio desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. Entonces emprenden el retorno a casa. El camino de regreso les parece mucho más largo y pesado, tal vez porque saben que a esas horas difícilmente encontrarán un chofer que se detenga y se ofrezca a cruzarlos el túnel.
Por eso hoy le sorprendió a Rosalinda ver que el automóvil blanco que acababa de rebasarlos disminuía su marcha. Entre la nube de polvo apareció el brazo del conductor y luego se oyó su voz, amplificada por el eco del túnel: "Súbanse". Rosalinda se llevó la mano al sombrero y corrió, segura de que Anselmo la seguía.
II
Junto al chofer vio a un joven que dormitaba y en el asiento de atrás a una mujer de piel requemada, lentes redondos, camiseta y pantalones negros. "Acomódense bien", dijo y se adosó a la portezuela izquierda para dejarles sitio libre.
Cuando Rosalinda se volvió para agradecerle la atención se dio cuenta de que era la misma persona tras la que había corrido esa mañana, suplicándole que le comprara sus panes: "Son de maíz y piloncillo. Están sabrosos". Inútil: ni siquiera obtuvo respuesta y quedó con las manos extendidas mirando alejarse al grupo de turistas.
Rosalinda sintió deseos de recordarle el capítulo a la mujer de negro pero desistió y se concreto a decirle a Anselmo: "Hijo, saluda". El niño no pareció escucharla: "Andale, Ƒqué van a decir estas personas?" Derrotada, Rosalinda se volvió hacia la ventanilla. La lejana visión del valle la hizo imaginar el desánimo de Fermín cuando supiera que no había logrado una sola venta.
Metida en sus pensamientos, se sobresaltó al oír a su compañera de viaje: "Déjelo. El está muy contento mirando cómo maneja Luis". Rosalinda no supo qué decir y se limitó a ordenar con los dedos la cabellera de Anselmo. El niño, fascinado con las maniobras del conductor, no opuso resistencia.
La mujer de negro soltó una carcajada: "Parece que el niño ya sabe lo que será de grande: chofer". No esperó el comentario de Rosalinda, se echó para adelante y casi rozó el oído de Luis cuando le dijo: "Lo tienes fascinado". El hombre fingió sonreír pero no hizo ningún comentario.
Molesta por el desaire y agobiada por el bochorno de la tarde reseca, la mujer retornó a su posición original y también se puso a mirar por la ventanilla. Ante el insólito paisaje desértico se preguntó cómo era posible que allí vivieran personas. La curiosidad le despertó el ansia de conversar y se dirigió a Rosalinda. "Ustedes Ƒson de aquí?" "Merito aquí nacimos y aquí moriremos". El recuerdo de Fermín le formó un nudo en la garganta y calló.
La mujer de negro no se dio por vencida: "Su hijo, Ƒcómo se llama?" ƑAnselmo, como mi suegro, que en paz descanse". Rosalinda suspiró, pensando en los Sebastianes muertos y en su padre, al que, pese a sus esfuerzos, no había podido complacer dándole un nieto que lo sobreviviera y llevara su nombre. La turista pretendió ser amable con Anselmo y lo interrogó: "ƑTienes hermanitos? Cuéntame". El niño se volvió hacia su madre y le delegó la responsabilidad de contestar: "Tres más chicos que él, pero ya son angelitos". Luis advirtió el acento desolado de Rosalinda y otra vez miró a su esposa por el espejo retrovisor: "Mayra: deja de preguntar".
Rosalinda vio encenderse la piel de Mayra y se apresuró a tranquilizarla: "No se preocupe. Estoy conforme con la voluntad de Dios. Sé que al menos tres de mis niños ya no sufren de hambre, ni de frío, ni de nada. ƑHijo: verdá que los Sebastianes están contentos?" Anselmo asintió con la cabeza y se aferró al asiento delantero para seguir más de cerca las maniobras de Luis y divertirse en silencio con los saltos que daba el cuerpo abandonado del durmiente cada vez que caían en un bache.
III
Mayra se mantuvo en silencio unos minutos y reinició la conversación: "Se ve que a su hijo le encantan los coches. ƑSu marido es chofer?" Rosalinda siguió mirando el valle: "Minero". Mayra repitió la palabra con una mezcla de incredulidad y admiración; "Minero. šQué fantástico!" Luego, tímidamente, acarició la cabeza de Anselmo: "Cuando seas grande Ƒtrabajarás en las minas, como tu papi?" Rosalinda tomó la palabra: "Ni lo quiera Dios. La mina vuelve locos a los hombres. Los envicia, les quita el alma, pero más antes la salud".
La sonrisa de Mayra desapareció. Durante unos minutos dudó si debía continuar con su interrogatorio, pero al fin pudo más su curiosidad. Como si no quisiera perturbar la somnolencia de su hermano ni ser oída por Luis, clavó la barbilla en su hombro y murmuró: "Su esposo Ƒestá enfermo?" Rosalinda ladeó la cabeza: "Estuvo... En tantísimos años de andar abajo se le fueron metiendo el polvo y los gases de la mina hasta que casi no podía respirar y echaba sangre".
Mayra vio desvanecerse las imágenes románticas surgidas al pie de una palabra: "minero". Quiso mostrarse optimista y más que preguntar, afirmó: "Pero él ya está bien, ya se alivió". Rosalinda soltó una risita: "Sí. a buena hora, cuando ya no puede trabajar". Mayra se removió en su asiento y otra vez miró el paisaje. Las crestas de los cerros formaban un oleaje entre cobrizo y azul. Decidió aislarse en aquella belleza incomparable en vez de seguir adentrándose en una historia que empezaba a lastimarla y llenarla de culpa.
La voz de Rosalinda cambió su decisión: "Cerraron la mina y de buenas a primeras todos los hombres se quedaron sin trabajo". Mayra abandonó definitivamente la contemplación y preguntó: "ƑDónde están todos?" Rosalinda acarició la espalda de su hijo: "Se fueron, unos a Estados Unidos, otros a México. A lo mejor encontraron algo en qué ocuparse pero de todos modos pienso que andarán tristes y con hartas ganas de volver a la mina. Nosotros, al menos, todavía tenemos esto", y levantó la mano en dirección a los cerros.
Luis intervino en la conversación: "ƑPor qué cerraron la mina? ƑSe agotó?" Rosalinda sostuvo su mirada en el espejo retrovisor y contestó en tono sombrío: "No. Está llena de plata. Los patrones la cerraron para no darles a los trabajadores el aumento que pedían: cinco pesos diarios para ganarse siquiera cincuenta". La voz de Mayra apenas se escuchó: "Y ustedes, Ƒno han pensado en irse?" Rosalinda la miró extrañada: "No. Aquí, aquí están nuestros muertos y tenemos la cueva..." Levantó la mano y señaló a la distancia: "Es aquella boca en el cerro, Ƒla ve?" Mayra no pudo contener su sorpresa: "Pero Ƒcómo?" La voz de Rosalinda se escuchó alegre: "Muy bien. Abajo no hace frío ni calor; pero lo que más me gusta es que Fermín puede hacerse las ilusiones de que sigue trabajando en la mina".
El automóvil entró en una curva muy amplia. Rosalinda se enderezó; "Si no es mucha molestia, nos bajamos adelantito. Gracias por el rai y que tengan buen viaje". Mayra y Luis se quedaron estacionados mientras la madre y su hijo iban confundiéndose con la silenciosa inmensidad de piedra. Al fin se perdieron en ella, como si nunca hubieran existido.