La Jornada lunes 6 de marzo de 2000

Hermann Bellinghausen
Días clínicos

No sé qué me extrañaba más, si los electrodos que me salían de todo el cuerpo (alambres azules, blancos, verdes, rojos, amarillos, supongo que para identificarse) o los peces que se encendieron en la pecera virtual boqueando atrás del agua verdadera, en un trasfondo pixelado de pantalla digital. Los colores eran más interesantes y delicados en los peces que en los alambres, y aquellos además boqueaban verrugosos, tornasolados, aleteando, encerrados en una pecera del mismo tamaño que la pantalla, perdón, pecera.

En un frasco los doctores, como en una vieja canción de los Stones, tenían mi corazón en observación. Le echaban gotas de genciana o algo al frasco, y luego estudiaban detenidamente los latidos. Tomaban notas. Las enfermeras, sin mover la cofia, llenaban formularios.

Una ventana perforaba el muro sur hacia el estacionamiento donde carros, personas y árboles se desplazaban, tan silencios, distantes y circunscritos como los presuntos habitantes de la pecera.

Mi cerebro lo conservaban en una sustancia pegajosa, de saber dulzón y olor a benjuí, en lo que resolvían qué hacer con él. El hígado y los pulmones con todo y tráquea palpitaban sobre la plancha, en espera de su turno. No alcancé a distinguir dónde dejaron el bazo.

Los técnicos del aparato y los cajeros automáticos se reían continuamente, primero creí que de mí, pero ni me estaban haciendo caso. Pasaban de una retorta a otra los brochazos de mi sangre, la miraban a contraluz, en el mismo meneo que hace uno para enfriar el champurrado recién hervido, y anotaban.

Al fondo del pasillo hueco que dejaron en penumbra mientras tanto los frenólogos, un foco rojo le parpadeaba al nervio óptico, desnudo y bizco.

En la zona de sillones, un niño se desprendió del regazo de su madre y tocó la pantalla pecera con sus deditos gordos. Una alarma, feliz de que la dejaran aullar, sonó inmediatamente. Llegaron guardias uniformados de overol vainilla, amarraron al niño mediante una camisa de seda estampada, preciosa, y se lo llevaron sin mucho esfuerzo. La madre, avergonzada de su vástago, firmó de acuerdo, y se ofreció ella misma para limpiar el cristal pringoso de la pantalla. Arrodillada, con el puño de su suéter limpió y pulió la superficie. Los peces pasaban cerca sin sobresalto, indiferentes.

Una laboratorista desfiló tras el maestro de ceremonias. El, hombre gordo y parsimonioso, cuyo vientre sobresalía de la bata blanca, enarbolaba un tubo de ensaye con el aire de mi boca; ella, menuda y ágil, una tina de gel azulosa donde flotaban algunas de mis mejores glándulas.

Después de un rato me aburrí y dormí. Me despertaron dos empleados del área administrativa, plenamente identificados; con suaves bofetadas extendieron ante mí una lista de varios metros y al calce, engrapado, un cheque en blanco. Todo era blanco en ese lugar: muros, cortinas, caras, faldas.

En ese instante la pecera cambiaba de peces, pues su programa contenía 20 paisajes distintos que cambiaban automáticamente. Ya iba yo a firmar, a lo zombi, cuando un niño se aproximó a la pantalla a estampar sus dedos, y me acordé de todo. Salté sobre la hilera de sillones, metí la mano a la pecera y comencé a sacar los peces, uno por uno, eléctricos y fosforecentes. Y uno por uno los fui fundiendo, echaron chispas agónicas, dejaron de boquear.

La mamá reaccionó muy bien. Cogió a su niño, lo atrajo al pecho y pegó la carrera. Cuando llegaron los guardias color vainilla con otra camisa de seda, unitalla y preciosa, se encontraron vacía la sala de análisis. Porque debo decir que yo también me escurrí a la recepción como un pez verdadero, haciéndome el disimulado. La alarma sonó hasta que dejó de sonar, al poco rato.