La Jornada martes 7 de marzo de 2000

Javier Wimer
La ley Lynch y la DEA

No comparto la teoría de que más vale un mal linchamiento que un buen juicio. Reconozco, sin embargo, que el linchamiento tiene ventajas notorias. Es más fluido y claro que un proceso inquisitorial, más dinámico que cualquier otro acto jurídico pues envuelve en un solo movimiento la condena y el castigo. Otro y tal vez el mayor de sus méritos consiste en que aquí no cuentan las pruebas sino las opiniones que se transforman en certidumbres bajo el amparo de prestigiosos lugares comunes. Desde el latino vox populi, vox Dei hasta el castellano cuando el río suena es que agua lleva.

El linchamiento tiene además prosapia moral y literaria. Sus partidarios invocan el caso de Fuenteovejuna, de Lope de Vega, o el caso más próximo de El agua envenenada, de nuestro queridísimo Fernando Benítez, donde el pueblo se hace justicia por su propia mano. Olvidan, en cambio, las numerosas ocasiones en que la ira popular ha sacrificado a personas ajenas al crimen que se intenta castigar por cuenta preferencial del color de su piel, de su nacionalidad, de su filiación política o, simplemente, por tener aire de sospechoso, como dicen, con frecuencia, nuestros partes policiacos.

El señor William E. Ledwith, jefe de Operaciones de la DEA, ha decidido sumarse al linchamiento ritual del gobierno mexicano, que año tras año se realiza en Washington con motivo de la certificación de la lucha contra el narcotráfico, y al linchamiento de Jorge Carrillo Olea, personaje apropiado para el caso por haber sido el máximo responsable de esta tarea. Para mostrar la sistemática corrupción e incompetencia del gobierno nacional, el señor Ledwith felicitó a la Suprema Corte de Justicia mexicana por la orden de arresto domiciliario a Carrillo Olea pero lamentó que la PGR no lo haya detenido.

Supongo que muchos opositores al gobierno y muchos enemigos de Carrillo Olea estarán de plácemes. Lo lamentamos, en cambio, quienes no confundimos al país con el gobierno y quienes formamos parte del aún numeroso grupo de amigos de Carrillo Olea. Más allá de partidismos y de subjetivismos es necesario rechazar con claridad y firmeza las intrigas que se agregan a la cerrada urdimbre en que nos tiene presos el poder estadunidense. Es necesario denunciar los rumores, las calumnias y las campañas de prensa que patrocinan los cuerpos policiacos y, en general, los grupos de poder que actúan en Estados Unidos.

El señor Ledwith oyó sonar las campañas y no supo dónde. No es, necesariamente, un mentiroso pero sí un tipo mal informado, irresponsable y oportunista. Un tipo de mala leche, como dicen los españoles, que se adornó con una lanzada a moro muerto para hacer méritos con sus jefes o para subir en la estima de su clientela política.

En materia de precisiones no atinó a ninguna, pues Carrillo Olea no es objeto de arresto domiciliario y ni siquiera de investigación penal, que bien podría iniciar la propia DEA si tuviera indicio o prueba de su conexión con el narcotráfico. El señor Ledwith podría, incluso, si quisiera dar mayor lustre a su carrera, haber intentado la captura de Carrillo en territorio estadunidense o su secuestro en el nuestro, para no andar lamentando la indolencia que atribuye a la PGR.

Sin embargo, dichas maledicencias e intrigas son perennes y no se detienen ni se detendrán en este punto. A unas horas de nuestra gloriosa certificación John Mica, presidente de la Subcomisión de Drogas de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, declaró que la corrupción no sólo ocurría en el pasado sino también ahora, incluso en la actual oficina del Presidente de México. Hay que agradecerle al señor Mica su discreción y su prudencia. Discreción porque no cita nombres ni pruebas de su dicho, y prudencia porque no acusa directamente de narcotráfico al Presidente de la República, como ya lo han hecho, en el pasado, algunos de sus colegas.

La difamación mediática es un sistema que se realiza en sí mismo y que se alimenta de sí mismo. Tiene una dimensión universal pero características propias en el espacio de la relación mexicoestadunidense debido a la proximidad de las dos sociedades, a la desmesurada asimetría de sus poderes y a la necesidad del puritarismo anglosajón de disponer de arquetipos raciales o nacionales que concreten, encarnen, personifiquen, al enemigo malo que vive en su inconsciente. De todas maneras, las bolas de lodo formadas allá nos llegan como avalancha, mientras las formadas aquí se desvanecen dentro de nuestras fronteras a menos que alguien, allá, considere provechoso registrarlas o magnificarlas.

Por eso conviene tener conciencia de este fenómeno y evitar, hasta el límite de lo posible, jugar en el frontón donde el Departamento de Estado, la DEA, el New York Times o la CNN son a veces nuestros aliados o adversarios, pero siempre los jueces finales. Por eso no conviene aceptar y divulgar acríticamente las verdades oficiales del complejo comunicacional ni convertirnos en un país donde todos se acusan de ser narcotraficantes sin fortalecer el intervencionismo estadunidense que se apoya, después de la implosión del sistema comunista, en la santa cruzada contra la droga.