La Jornada martes 14 de marzo de 2000

Teresa del Conde
México eterno, el libro
(Primera parte)

Todavía no aparece ninguna nota, que yo sepa, acerca del libro vinculado a la discutida y vigente exposición en el Palacio de Bellas Artes. Finalmente tengo ya un ejemplar, leído en su mayor parte y puedo decir que se trata de una buena obra; las impresiones a color, en su mayoría son excelentes, el volumen no está sobrediseñado (aunque hay un defecto al que me referiré después) y en la parte ya considerable que llevo leída, sólo encontré dos erratas, no graves. Como estuve al tanto de las vicisitudes de su producción, de las interminables correcciones, cambios de lámina de última hora, carencia de datos para algunas de las cédulas explicatorias que allí aparecen, no deja de sorprenderme que la edición, impresa en Singapur, haya resultado no sólo limpia, sino más que aceptable, aparte de que es de lujo y contiene algunas láminas inencontrables en otras publicaciones, así como láminas que en todos los casos se corresponden con los objetos consabidos, que han sido reproducidos infinidad de veces.

La portada pretende ser una síntesis, pero no sé si la idea fue del todo afortunada. Hay que ''leerla" de abajo a arriba. Son cinco franjas que pretenden dar cuenta de la temática abarcada. En la parte inferior encontramos la sección central de un fogón sagrado en arcilla rojiza, que corresponde a la cultura totonaca (ca. 800 dC), a eso sigue el fragmento (invertido, pero no sé si propositivamente o por error) de uno de los paricutines en erupción del Doctor Atl (el cuadro es aproximadamente de 1941, por si al lector le interesa el dato, no consignado en la ficha). La ubicación del fragmento en ese retrato no es, por tanto, cronológica sino cosmogónica y alude a que México es, como dijo un escritor cuyo nombre no recuerdo, una ''tierra de volcanes" en sentido real como metafórico.

Continúa un repujado en plata del siglo XVIII que ostenta en el centro el anagrama de la Virgen María, sigue la sección de un biombo con escena costumbrista de autor desconocido, también del siglo XVIII: un paseo por el Canal de la Viga, y culmina en la parte superior con la configuración terminada en triángulos del extremo superior de La gran galaxia (1978), de Rufino Tamayo. La idea no es mala, porque gráficamente se corresponde, más o menos, con los contenidos del libro, pero quizá necesita explicación para ser entendida cabalmente. El corpus está integrado por cinco estudios, todos bien ilustrados, que van integrando los apartados temáticos, precedidos por un ensayo de Carlos Monsiváis, que no tiene mucho que ver con la exposición, pero que redondea una brevísima historia del arte en México con el ingenio que caracteriza al autor.

De los artistas de las generaciones recientes incluidos en el contexto de México eterno, sólo Nahum B. Zenil y Julio Galán fueron mencionados por Monsiváis; en cambio, todos los representantes de la Ruptura están muy bien tratados. Cito uno de los párrafos con los que concluye su introducción porque me parece pertinente y certera: ''Al librarse de la responsabilidad profesional de conmover, irritar, ofender o vislumbrar, los artistas son más libres para experimentar sin la obligación de inaugurar cada semana un capítulo en la historia del arte".

El estudio inicial es de Jacques Lafaye, ''Caras y máscaras del universo", texto serio, ágil y erudito que se centra en las cosmovisiones prehispánicas para, a partir de allí, abordar el carácter monoteísta propio de la Colonia. Lafaye hace una interesante comparación entre los aztecas (o mexicas) y los romanos. Mutatis mutandis éstos fueron a los toltecas y a los mayas lo que los griegos fueron respecto de los romanos, pues los aztecas tenían ''visos imperialistas" dado lo cual efectuaron un remake (sic) que determinó, ya entonces, la destrucción de muchos códices, cosa que ocurrió antes de la llegada de los franciscanos. Encontré especialmente interesante el recuento y división que hace de los códices, como se sabe, sólo 12 originales prehispánicos se conservaron y a ellos se añadieron las copias de la época colonial realizadas a petición de monjes ''etnógrafos", como Motolinía o el Padre Durán.

El primer coleccionista de códices, estudiado no sólo por Lafaye, sino también por el historiador Alvaro Matute (que no se menciona) fue Lorenzo Botturini, ''expulsado de Nueva España por su sospechosa devoción a la Virgen de Guadalupe". Esto ocurría en el siglo XVIII. No había entonces mucho interés por la historia antigua de México, tanto que el jesuita veracruzano Francisco Javier Clavijero escribió su Storia antica del Messico en Bolonia. Fue publicada en Cesena, en 1870. Hoy día la difusión de los códices es universal, ''lo cual los equipara con los papiros griegos, los rollos pintados de China..." Referir lo aquí ocurrido a contextos de otras latitudes es un acierto de Lafaye, cuya edición revisada de su Quetzalcóatl y Guadalupe todavía no he podido ver.