Carlos Monsiváis
A Lya y a Luis, disculpándome por llegar tarde
Los domingos, cerca de las nueve de la noche, Lya Kostakovsky y Luis Cardoza y Aragón le abrían su casa a los amigos. Venían con frecuencia Pablo González Casanova, Tito Monterroso, Bárbara Jacobs y Eugenia Huerta, a veces Fernando Benítez, Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, Víctor Haro, Luis García Guerrero, Carlos Pereyra. Se comentaban los sucesos del día, con mucho menos acritud que ahora, debe reconocerse, y Lya, lectora implacable de revistas y diarios, fijaba otro tema, de la actualidad cultural, Luis encauzaba el diálogo y solicitaba con enorme cortesía nuestra opinión y luego, no en todos los asuntos, presentaba la suya, tajante y comprensiva a la vez. Sólo si se hablaba de Guatemala, Luis era inexorable, le irritaba y le dolía el etnocidio a cargo de los dictadores y sus gobernantes de paja, y nunca se llamó a engaño.
Si se abordaba la política, los ojos de Luis solían iluminarse con vivacidad punitiva. (Y no recuerdo una mirada encendida con tanta presteza como la de Luis Cardoza). Al referirse a un funcionario latinoamericano decía casi de soslayo: "Su agudeza es única. Me refiero a que sólo una vez en su vida ha dicho algo remotamente ingenioso". (En verdad, el político era mexicano, pero disfrazo su nacionalidad para que no le apliquen a Luis, de modo póstumo, el artículo 33 constitucional). Luis fue invariablemente de izquierda, pero con los años se intensificó su crítica hacia partidos y revoluciones, y sólo amenguaba su rigor analítico la nostalgia. Le fascinaban los tiempos de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), y sus discusiones con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Lya le preguntaba con asombro: "ƑY cómo era eso? Porque yo nací mucho después", Luis asimilaba la provocación, y fingía explicarle una época a la recién politizada. Sólo una vez le escuché una autocrítica de Regreso al futuro, su crónica de un viaje a la URSS. Comentó: "De las monstruosidades me enteré más tarde. Es más bien un libro de impresiones fantásticas".
Lya opinaba sobre libros de la temporada y noticias culturales de Europa, Luis la oía con atención y contaba del ensayo que estaba preparando, en los últimos años casi siempre sobre artes plásticas. Y entre las informaciones siempre había sitio para un humor a la vez infantil y surrealista. Doy un ejemplo de Luis: "Tengo un Picasso. Me quiere mucho. Siempre que vuelvo a casa le pregunto por su estado de salud, y le riño si me informa de su cotización en el mercado. Eso no me interesa, le digo, te preguntaba por tu salud espiritual que es la propia de las obras de arte". Y Luis se reía, y Lya lo amonestaba: "Ya deja en paz a Pablo, no tiene la culpa de tus excentricidades. Nomás falta que salgas diciendo que el cuadro que te hizo Orozco es tu retrato de Dorian Gray, porque a medida que envejeces se despliega en el retrato lo peor de ti que es la ingenuidad". Y ambos festejaban su complicidad sarcástica, amorosa en última instancia, pero sólo en última instancia, luego de atravesar las pruebas de la inteligencia. De acuerdo a mi memoria, ella jamás desistió de la ironía, su compromiso político más preciado, y la acompañaba de una sonrisa leve que, de volverse risa, recurría a un cerrar de ojos donde, estoy seguro, creía filtrar su tipo de malignidad, la de ver la realidad (literaria, cultural, política, amistosa) tal y como se le presentaba, sin hipérboles o desencantos. Cuando Benítez estallaba en una de sus desquiciones sobre la mujer más hermosa del universo o el libro que cambiaría la historia, Lya lo conminaba: "Fernando, no sigas con tus desbordamientos, vas a convertir este episodio en el mar Caribe", y Luis la reprendía: "Lya, no te metas con los entusiasmos de Fernando, porque le quitas su magia". Benítez se defendía: "Queridísima Lya, yo nunca exagero, y a ti te consta, porque te conocí antes de que fueras rusa y alemana. Nada más me opongo al triste desaliento del altiplano que todo lo empequeñece, hermanita šAh, melancólicos miserables!" Y Lya, para hacer las paces o hacer la guerra, le ofrecía a Benítez otro whiskey.
A Luis lo trastornaban de gozo las muestras de ingenio, en especial los aforismos. Si se le recordaba uno de sus más famosos: "Los Tres Grandes son dos Orozco", alegaba: "Eso lo dije para no perturbar la simetría". Y a lo largo de la velada cazaba la posibilidad de aforismos, incitado por las carcajadas de Pablo o los comentarios de Tito: "fulano y mengana se parecen como una gota de agua a un huevo" o "Es lo más intrépido que he visto desde una metáfora de..." (y nombraba a un poetastro, cuya filiación omito no por prudencia sino para no convocar el misterio: "ƑY ese quien era?"). Luis se animaba ante la brillantez, un alivio entre tanta desdicha y tanta lectura de periódicos, y le preguntaba a Monterroso por la suerte de la "conversación plana", aquel hallazgo de 1959 o 1961, los diálogos armados por la felicidad de evocar sanguinariamente el lugar común, las reconstrucciones de la esterilidad verbal en donde sobresalían Tito y Alvaro Mutis. "Ya no diga otra cosa maestro, que su probidad es proverbial", decía Mutis, y Monterroso, a pausas, le notificaba a Luis la agonía de la retórica neoclásica y de cómo ahora las onomatopeyas reclamaban el antiguo vigor de los lugares comunes. Un šgulp!, evita cuatro discursos.
Si acudía a la cena Vicente Rojo, Luis hablaba de pintura, de la pureza de formas de los cuadros de Vicente, de Francisco Toledo (que le había regalado un cuadro y Luis, para retribuir, sólo halló en ese momento en su casa un textil guatemalteco extraordinario), de Luis García Guerrero y la finura de las frutas y los paisajes, de los muralistas (Luis nunca dejó de escribir en su conversación capítulos inesperados de su clásico La nube y el reloj), de Frida Kahlo, cuya moda le asombraba, de Tamayo, quien tanto le importó, de María Izquierdo y, en algún nicho de la conversación, de Picasso, Matisse, Renoir.
Luis fue esencial, notablemente, un poeta, lo que no disminuye la lucidez de sus notas de arte, pero si les confiere la legibilidad que perdura, mezcla de lucidez y revelaciones súbitas. Rara vez hablaba de poesía, pero le importaban sobremanera los poetas. A Pablo Neruda, uno de sus amigos más admirados, lo evocaba como el exiliado y perseguido político que acude sin previo aviso a la embajada de Guatemala en París, cuando Cardoza era diplomático: "Pasa, ésta es tu casa", fue lo que le dijo antes de alojarlo por una temporada. De Jorge Cuesta le atraía su celo por la crítica. "Estoy convencido, dijo varias veces, que José Gorostiza en su Muerte sin fin pensaba en Jorge al escribir lo de 'Oh inteligencia, soledad en llamas'." Nunca le oí comentar su propio trabajo poético. Era la zona del pudor. En cambio, le interesaba la obra ajena, muy en especial la de los jóvenes.
Lya y Luis se acercaban peligrosamente al ideal de pareja perfecta, y en la memoria -y en esta casa- son indesligables. Expresan una forma de ser, una manera escueta y ascética de vivir, un culto a la inteligencia, un compromiso que nunca descendió a la declamación. Lya y Luis se complementaban gracias a la discusión incesante, esa forja del punto de vista conjunto que fue una de sus obras maestras. Recuerdo ahora cuando les conté una escena de una ceremonia de premiación. Ganó la mujer de una pareja afamada por cantar mirándose los ojos, a la mínima distancia que admite la imposibilidad de fusión corporal. Ella, sin alejar la vista de su marido, que le enviaba besos, comentó: "El y yo estamos siempre tan unidos, somos tan el mismo espíritu y el mismo corazón, que en lugar de ser uno somos dos". Lya y Luis festejaron el apotegma inesperado y aseguraron ser exactamente así, no uno sino dos.
No, no me imagino a Lya y Luis siguiendo los avatares de un mundo, el de la telenovela, en donde jamás nadie dirá la palabra avatares. La telenovela se ha desarrollado hasta convertirse en el espejo institucional de las sociedades que las contemplan con atención implacable o de manera distraída (La distracción es la forma perfecta del monitoreo, del zapping que hace del vistazo el cementerio de las ofertas). En más de 40 años, la telenovela ha impuesto un lenguaje del estilo social (decir lo mismo, pero con énfasis, es decir otra cosa), le ha dado a generaciones de actrices y de actores las oportunidades integradas de la fama y la desaparición, ha dotado de cánones del mueble y el vestuario a los cuartos vacíos y las familias desnudas de América Latina, ha insistido en sus tramas hasta volverlas los más genuinos árboles genealógicos de su público, ha innovado con prudencia y se ha repetido con fastidio. Es el universo al que me he asomado con timidez y que ya recibe la atención por lo visto científica de los miles de comunicadores que matizan el panorama global. (Ahora, Viernes le grabaría entrevistas sin cesar a Robinson Crusoe). Es la gran industria de la metamorfosis: ingresa un drama o una tragedia a la atención nacional dos días más tarde es una telenovela.
Recibir un premio con el nombre de Lya Kostakovsky instituído por Luis Cardoza y Aragón, es para mí un honor multiplicado por la antigua deuda de amistad. Y si participé en un concurso sobre la influencia cultural de las telenovelas en América Latina es, entre otras cosas, porque en mis 35 años de amistad con los Cardoza jamás comentamos una sola telenovela, y me propuse añadir algo a nuestro repertorio de temas... Me corrijo, sí que comentamos con Lya y Luis, y en cada ocasión una gran telenovela, inacabable, a la que entonces, por nuestra ignorancia mediática, le dábamos el nombre de vida pública.
Texto leído al recibir el premio
Lya Kostakovsky, otorgado por la
Fundación Cardoza y Aragón