UNA TERRIBLE AMENAZA QUE EXIGE MEDIDAS URGENTES
Diversas y autorizadas voces se alzan continuamente en todo el mundo para advertir contra el creciente proceso de desertificación que afecta a vastas regiones del planeta, y sobre las consecuencias gravísimas que podría tener el ''efecto invernadero'', o sea, el recalentamiento del globo terráqueo debido a la concentración de gas carbono en la capa atmosférica, que retiene el calor solar. Al respecto, se han realizado incluso importantes conferencias internacionales para tratar de reducir las emisiones de gases en los países muy industrializados, pero el resultado de aquéllas ha sido prácticamente nulo, pues Estados Unidos, el mayor consumidor de combustibles fósiles y el mayor contaminador atmosférico, se ha negado a firmar acuerdos como el de la Conferencia de Río, que otros países sin embargo acatan.
Tiene razón de sobra, por lo tanto, el presidente Ernesto Zedillo cuando menciona el carácter mundial del problema, al instalar el Consejo Consultivo del Agua y al subrayar no sólo que 13 millones de mexicanos carecen todavía hoy de agua potable, sino también los peligros sociales, económicos y políticos que podrían derivar en un futuro cercano de la reducción drástica del abastecimiento hídrico en vastas regiones de nuestro país.
La utilización racional del agua debe ser, por consiguiente, una prioridad absoluta si se quiere una economía y una sociedad sustentables. Eso plantea, sin embargo, enormes problemas.
Las ciudades no pueden seguir creciendo indefinidamente ni pueden absorber el agua indispensable para lograr la autosuficiencia alimentaria, lo cual significa que es necesaria una política de promoción y protección de las zonas rurales, destinada a conseguir en ellas un uso racional del escaso líquido (para los vegetales esenciales y no para las vacas, por ejemplo, como sucede en la Laguna, para el consumo nacional y no para una agricultura de exportación gran consumidora de agua a bajo precio, que se quita a los ejidos y pequeños campesinos), así como una política de fijación, en condiciones dignas, de las poblaciones rurales para evitar que tengan que emigrar a las ciudades, como marginales, requiriendo allí nuevos drenajes y nuevas fuentes de agua potable.
La afirmación presidencial trae como consecuencia lógica la preservación de los bosques del efecto nocivo de los talamontes; la reforestación de las cuencas captadoras de agua; la mejora de la eficiencia en la distribución del líquido para evitar que se pierda por el camino; una política de precios diferenciados para que los industriales y los ricos paguen más por su mayor consumo y para favorecer los usos domiciliarios; una política de desarrollo de fuentes alternativas de energía, como la solar, para reducir la contaminación y políticas especiales para las zonas desérticas, evitando los cultivos no adecuados a esas condiciones y plantando, en cambio, vegetales resistentes a la sequía y a la salinidad, así como, por ejemplo, la desalinización del agua marina.
Se necesita, en una palabra, romper con la sumisión al mercado y dar un importante papel promotor al Estado, priorizando el valor social de una política por sobre el criterio puramente mercantil. Se requiere, igualmente, exigir a Estados Unidos una política que respete la ecología y haga posible la vida futura en nuestro planeta común y la comprensión urgente de que, en los vegetales y productos mexicanos, no puede llevarse gratis lo que, en el costo de producción de cada uno de ellos, depende hasta hoy del agua regalada o subvencionada sin pensar en el futuro.
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