JUEVES 23 DE MARZO DE 2000

 


* Olga Harmony *

Puerto infinito

Si Fernando Pessoa es un caso de revaloración tardía, en la actualidad se le tiene por una de las voces más importantes de la poesía lusitana. La extravagante invención de sus heterónimos y el desorden de su vida contrastan con la simple pureza de sus poemas, y es a este enigma al que nos rendimos todos. Las viejas historias de la literatura hacen mayor hincapié en el misterio de esas tres personas (Alberto Caeiro, nacido en 1889 y muerto en 1915, maestro de los otros: Alvaro Campos ų1890ų, ingeniero naval y Ricardo Reis ų1887ų, médico), cada una con su propia biografía y su estilo literario. Ha sido lento el camino para reconocer lo que ahora es un lugar común, que todos sus escritos son de gran importancia en la literatura, aunque la posibilidad de cuatro modos poéticos simultáneos en este hombre no excesivamente apreciado en su época siga atenazando nuestra fantasía.

Entre nosotros hay un antecedente teatral con base en un poema temprano de Pessoa, El marinero, que Enrique Singer escenificó hace unos años. Mauricio Jiménez va mucho más allá y presenta una biografía imaginaria del poeta, armada con sus versos y las claves de su verídica vida utilizadas en un espectáculo difícil, pero de singular belleza. Resulta muy grato que Mauricio regrese a un montaje de cuyo basamento dramatúrgico es autor y que recoge, y de alguna manera resume, muchos de los códigos que ha ido elaborando a lo largo de su trayectoria, aunque su propuesta sea del todo diferente en apariencia. La nuez del estilo del teatrista está presente, siempre renovada.

Circular, el espectáculo empieza y termina con un Fernando Pessoa adulto, alcoholizado, enfermo de muerte. Junto a él, en el barco simulado (en escenografía de Miguel Angel Alvarez) que es también muelle junto al Tajo, un amigo que cede su presencia ante Dionisia, la abuela loca de Fernando que aparece joven y bella en un juego del autor con su nombre, que significa también lo orgiástico, en el momento en que se rompe con lo apolíneo posible para dar a luz a los heterónimos y entrar en esa vida de disipación que ya ha empezado con los condiscípulos de la escuela sudafricana.

Las soluciones del director son espléndidas. A momentos de prestidigitación en que Fernando se multiplica en otros muchos iguales, se sucede el viaje a Sudáfrica en que existen elementos quizá muy obvios, como el mapa y las banderas, posiblemente necesarios para una más cabal comprensión de lo relatado pero que se contrapone a la fina estilización de la negritud mediante una capucha negra y aun antes, al intento de suicidio en el río que es una jofaina con agua. De inmediato se nos regresa a un nuevo imaginario, la patética y divertida ųse pueden las dos cosasų escena de los cómicos de Hamlet, escenificada en inglés (idioma en que escribirá sus primeros poemas y que le servirá de regreso en Lisboa para ganarse la vida) que poco a poco deviene en español, por Fernando y sus condiscípulos ante Magdalena, la madre y el padrastro. Al utilizar Hamlet, Mauricio Jiménez desnuda el ánimo del joven Fernando ante su situación familiar.

Gabardina, sombrero, lentes y bigote, la imagen que todos tenemos de Pessoa se multiplica más allá de los heterónimos, encarnada por todos los actores. Y entonces el director rompe con lo obvio. Si bien en la escena (por cierto muy lograda en su comienzo, con el ruido de máquinas de escribir, que nos ubica al personaje, mimado y taconeado por los otros actores, y bellísima en su parte final) del encuentro con Ofelia, Alvaro Campos tiene atrás a tres Pessoa, cuando se presentan Alberto Caeiro ųa quien el poeta trata como si también hubiera sido su maestroų y Ricardo Reis ųquien asiste como médico a Fernando moribundoų ya no son dobles sino individualidades tan autónomos como los quiso Pessoa. Fernando joven y Pessoa maduro llegan a aparecer juntos, como en la despedida de la madre rechazada por el muchacho, añorada por el hombre.

El montaje tiene indudables apoyos en la música original de Alejandra Hernández, la iluminación de Oscar Medina, el vestuario de Adriana Olivera y Sofía Massun y el maquillaje de Pilar Boliver. En el estreno, y posiblemente por los múltiples accidentes que se suscitaron, hubo todavía cierta falta de ritmo. Las actuaciones tampoco son homogéneas, aunque todos los actores muestran su indudable disciplina y ųse agradeceų dice la poesía sin recitarla, pero yo destacaría a Jorge Avalos y Tizoc Arroyo entre los hombres y a Ana María González entre las mujeres, pese a que su parte no es muy grande, e Indira Pensado como Ofelia. Aída López parece algo insegura al actuar, aunque su belleza y la sensualidad que proyecta la hacen una Dionisia ideal.