Hermann Bellinghausen
Araban en el agua
Tres pescadores jalaban redes. El cardumen atrapado subió generoso aunque lleno de basura, sargazos y desechos de qué naufragio. Las gaviotas chillaban batiéndose en los primeros intentos de la luz del sol. Un pelícano, paciente en cambio, aguardaba a que los pescadores vaciaran sobre cubierta el producto de la cosecha matinal.
Una botella entre los nudos llamó la atención de los tres hombres, no del niño que dormitaba en las cuerdas.
-Trae acá -demandó el más viejo.
-Pérate, que la destapo yo -dijo, impaciente, el más joven, la separó de la pesca y forcejeó un rato con la navaja en el corcho que, podrido, acabó por desintegrarse.
Adentro un papel, como mariposa que necesitara salir, gritaba déjenme salir, conmovidas sus alas secas y amarillas. El más jóven lo extendió sobre el tablón de la borda y dijo:
-Está escrita una cosa.
-Trae acá -repitió el más viejo, el único que sabía leer.
Del joven al viejo, el papel aleteó en las manos intermedias de Raúl, el segundo pescador, de edad imprecisa, no viejo, ni joven, ni nada.
La barca los balanceaba. Una gran gaviota negra se posó en un remo ocioso y hurgó entre las redes hechas montón, hasta que obtuvo un pez, y lo engulló como va. El viejo leyó:
-Auxilio. Vengan por mí. Aquí estoy. Sálvenme. Tiene que ser hoy. La isla se hunde.
-Ja -tosió el joven-, ese debe estar muerto ya.
-Dónde puede quedar su isla- dijo, por si importaba, el segundo de a bordo.
-Aquí dice que aquí -dijo el viejo.
-Cual isla, por favor -dijo el joven.
-Tambien dice que tiene que ser hoy -dijo el viejo.
-Y que la isla se hunde -indicó el segundo, Raúl.
-Puede llevar años flotando. No parece arrojada ayer, la botella, y menos hoy.
El viejo, que sentía un respeto religioso por la palabra escrita, quizás porque sólo conocía libros de oración, no se convenció. Miró alrededor, a la total ausencia de islas, y repitió:
-Aquí dice que aquí, y que tiene que ser hoy.
Echaron mano a los remos. Las gaviotas se espantaron. El pelícano en la quilla se desperezó y voló.
El niño ondulaba, pataleaba lentamente, despertaba a los movimientos de la navegación.
-ƑQué pasa, abuelito? -preguntó de encontrar a los hombres atareados en alejarse más.
-Nos llegó la obligación -dijo el viejo.
El segundo, Raúl, escupió a las olas a modo de resignación. El más joven de los hombres apretó la red contra la cubierta, hizo a un lado el cardumen desfalleciente y convulsivo aún, y lamentó:
-Se acabó la pesca por hoy.
El segundo escupió nuevamente, pensando que no sabía qué pensar, y se afanó. Oteó buen tiempo, siquiera.
La brisa era tibia. El niño le dijo "papá" y se le arrimó, servicial, listo para serle obediente. La marea respiraba como un lento pulmón colosal. Buscarían. Qué otra les queda a los hombres que una y sólo una cosa hacen. El jóven guardó la botella entre las cuerdas enrolladas. El sol chillaba con la creciente fuerza del amanecer.
Ararían las olas, que empiezan y empiezan y sólo eso saben: empezar. Se les veía atentos en su inquietud. Les quedaba poco tiempo, ese hoy o nunca más.
(Libre adaptación de una parábola eslava, del Báltico probablemente.)