LUNES 27 DE MARZO DE 2000
Ť El Festival Tecnogeist, un émulo del Love Parade alemán
Un rave histórico inundó el Zócalo de decibeles durante doce horas
Ť Cero alcohol, mucha agua y tamalitos para el bajón del baile Ť La verdadera droga, la música
Juan José Olivares Ť Fue demasiado bello para ser verdad. Fue la noche de la música tecno en el mismísimo corazón de México. Fue el Festival Tecnogeist, que se apoderó, la noche del sábado, del Zócalo capitalino.
El escenario no podía ser mejor: la plaza más importante de Latinoamérica. Allí, al ritmo más corrosivo, penetrante y sintéticamente natural, miles de jóvenes agitaron su morbo, liberaron la fuerza y mostraron el lado más apacible de la juventud mexicana.
Fue el marco idóneo para que los muchachos danzantes emularan, a su modo, el Love Parade de Alemania -festival anual que reúne en las calles de Berlín a miles de jóvenes- y lo trasladaran a un espacio reservado para echar a volar la imaginación. Los dj que desafiaron el poder de la energía que emana del ancestral centro ceremonial.
Festival que se inició con un alegórico y sonoro desfile del Angel de la Independencia hasta el cuadro, que fue receptáculo de nuevas almas ansiosas de gozar y bailar, de ser libres y caminar por su nocturno y estético centro. Las calles se inundaron de caminantes. Parecía que eran las seis de la tarde.
Hasta las esculturas de Juan Soriano vibraron con el estridente y ácido punchis punchis, que varió la ambientación ya de por sí alucinante del Zócalo noctámbulo. Completó la textura del cuadro la magia de Umzug, Borderline, Fussible, Bostich, Monnithor, Light, Disko, Yannick, Dr. Motte, Porter Ricks, Tini tun, Hell, Acid Maria, Klang, Martin Parra y Jerga, los cuales jugaron con la dulzura emanada por toda la banda que abarrotó la explana. Fue un mitin, pero para rechazar, de forma inconciente, la errónea percepción de los jóvenes que tienen las autoridades.
Todos se comportaron como niños con juguete nuevo. Todo fue amor, puro amor, que se trasmitió hasta los cuerpos de seguridad, que casi no basculearon a los presentes. No había necesidad: ya sabían que llegaban cargados de buena pila, de alguno que otro acidito, tachita, y por supuesto, un toque: hedor que se unió al excitante sabor de la menta y del aire limpio que se respiró. Cero alcohol, mucha agua y tamalitos para el bajón del baile.
Además, la luna, que reflejaba la lucidez de pequeños espíritus que se establecieron en el ombligo de la madre que ilumina todas las noches, que protegió a sus hijos y les dio poder para satisfacer su necesidad de vibrar al son de una nueva cultura, que aunque importada, se volvió muy mexicana.
Las calles aledañas quedaron invadidas de amantes de la noche y de la música electrónica. Nada de violencia; todos irradiaban hermandad. Se olía la buena onda al ritmo más purista del deep, progressive, y tecno trance. Dieron las cuatro de la mañana y miles de cuerpos permanecieron en esa explanada que se movía y brillaba por el esplendor de la juventud capitalina, que demostró que el poder del cambio está en ellos. Bien por el gobierno que permitió darle su espacio a una subcultura anexa que existe desde hace tiempo, pero que estaba relegada a un mundillo subterráneo.
Las verdadera droga fueron los decibeles que hicieron vibrar a más de 400 años de cultura arquitectónica hasta las seis de la mañana, en un rave, la verdad, histórico.