MARTES 28 DE MARZO DE 2000
Ť Concierto del agrupamiento camerístico en el Festival del Centro Histórico
Triology, cien minutos haciendo el humor con música para hacer el amor
Ť Bajo La Creación, mural de Diego Rivera, mostró la belleza de una experiencia sin poses
Ť Sus integrantes representan no sólo una alegría, sino una esperanza para el arte sonoro
Pablo Espinosa Ť Música para hacer el amor. El atardecer del domingo ocurrió, como parte del decimosexto Festival del Centro Histórico, uno de los más hermosos conciertos que hayan ocurrido en mucho tiempo por estos lares. Triology, agrupamiento camerístico sui generis in extremis, indujo a una pequeña pero privilegiada multitud en una sesión de cien minutos haciendo el humor.
Porque poseer ese don angélico que se denomina sentido del humor es el equivalente exacto de tener sentido del amor.
Porque vive más quien sonríe.
Tres muchachos angelizados, el ruso Aleksey Igudesman (quien pulsa como arcángel un violín), la inglesa Daisy Jopling (quien pulsa como esbelta querubina otro violín) y el alemán Tristan Schulze (quien pulsa como buen ángel teutón un violonchelo), conforman Triology. Ellos se conocieron hace apenas un ilustre lustro en Viena, donde comenzaron su feliz quehacer conjunto en bares y antros para chavos de cuerpo y/o de alma. Representan para el mundo de la música de concierto no sólo una alegría, también una esperanza, pues hacen música como se hace el amor.
Regalos infinitos
El sistema social, basado en principios de poder, dominación, control, represión, tiene al arte de la música como un adorno, un bien de consumo para gente rica, un privilegio para dizque cultos, cuando en realidad se trata de uno de los dones de la cultura que nos hace más humanos, un bien común, un reflejo de lo que tenemos de belleza y divinidad adentro nuestro. Una fuente de placer y de alegría, que nos hace buenos. Y así, y no como generalmente se acostumbra, entienden los chavos de Triology el arte de la música.
Para empezar, la mera idea de un cuarteto de cuerdas suele darle güeva a muchos, salvo los que fingen que son muy acá, muy melómanos y dicen que nunca se aburren escuchando puros cuartetos de cuerda. A Triology, para acabarla de amolar, le falta un instrumento, además de maravillosamente muchas tuercas.
El atardecer del domingo 26 en el bello edificio del Colegio de San Ildefonso, bajo el mural La Creación, de Diego Rivera, Triology mostró cuán bella puede ser una experiencia musical si se vive con desenfado, sin poses. Desnudos.
No obstante que aún no llega la enorme celebridad que está por caerles encima, más de media sala estaba atiborrada en espera de un grupo que algunos conocíamos gracias a la generosa guía de amigos melómanos, verdaderos especialistas como Elena Vilchis, por quien conocíamos el hasta ahora único disco de este conjunto maravilloso: Triology plays Ennio Morricone (BMG).
La tarde del domingo no sólo pudimos escuchar en vivo ese material, sino otros prodigios que deberían ya estar grabados, entre ellos piezas inspiradas en Africa, que transmiten a la perfección estados de éxtasis, o bien la pieza homónima del segundo disco de Triology, que está por salir en cuestión de semanas: ƑQuién mató al violista?, que es una explicación humorística de por qué este cuarteto de cuerdas no necesita estar completo para sonar como una orquesta.
Esa obra es buen ejemplo para dar una idea de cómo fue todo el concierto: complejidades tímbricas asombrosas, dominio técnico extremo, arcadas magistrales, sonido de conjunto como pocos grupos de cámara suelen lograrlo. Una orquesta contenida y desplegada en tan sólo dos violines y un violonchelo, que sonaban a gaitas, a instrumentos persas, a guitarras eléctricas, al dulce antojo de las capacidades técnicas increíbles de estos chavos que rebasan por mucho el gastado epíteto de virtuosos para rescatar el digno nombre de músicos. Pero además de su increíble capacidad técnica, los regalos que otorga Triology al escucha son infinitos. Entre ellos el sentido del humor. Entre ellos el sentido del amor.
Libres, como Mozart
Comienza la susodicha pieza con un dúo entre violines, un duelo y breves diálogos entreverados. El juego lleva a cambios súbitos no sólo de patrones rítmicos, sino de géneros, y de la música clásica pasamos entonces al mismísimo reggae mientras el ruso canta como Bob Marley y de ahí al mismísimo blues, blus, bluuuss. Una maravilla.
No piense el lector que no haya asistido a este concierto que se trata de músicos payasitos o de un grupo inspirado en los maestrísimos Les Luthiers. Nein. Se trata de intérpretes que disfrutan esa manera suprema de humor que contiene la música, porque no hay expresión más inteligente que una broma musical, que rebasa los juegos de palabras y se convierten en juegos de inteligencia extrema. Juegos, bromas, chistes finérrimos cuya respuesta es la sonrisa, nunca la carcajada.
Se trata de niños genio, chavos sacadieces pero no de los nerds, de los que parecen autistas y que tocan perfecto, no de los almidonados. Conservan los valores de la infancia en plena edad adulta. Por eso son libres, como Mozart. Son músicos de la deveras, o como deberían ser todos los músicos: afables, sonrientes, desmadrosos aun en su disciplina más férrea (para venir a México, por ejemplo, estudiaron durante dos meses español y en nuestro idioma se dirigieron durante todo el concierto). Los chavos de Triology entienden como pocos que la música es perfecta porque contiene dosis equivalentes de disciplina y de placer. Por eso sonríen, por eso hacen música como se hace el amor.
Porque vive más quien sonríe.