MARTES 28 DE MARZO DE 2000
Ť Contó con la ayuda de los "caciques regionales"
El triunfo de Putin, apenas por arriba del mínimo requerido
Ť Su mandato marca un cambio generacional en la elite gobernante
Juan Pablo Duch, corresponsal, Moscú, 27 de marzo Ť Según las últimas cifras aportadas por la Comisión Central Electoral, con 95.51 por ciento de las boletas escrutadas, el primer ministro y presidente interino, Vladimir Putin, logró 52.64 por ciento de los votos en los comicios del domingo pasado, y probablemente podría sobrepasar 53 por ciento, pero ello representa apenas una ventaja de tres puntos porcentuales sobre el mínimo requerido para ser electo presidente en la primera vuelta.
A su vez, el líder comunista Guennadi Ziuganov, quien logró 29.34 por ciento de los votos, superó incluso el techo que le asignaban los sondeos de intención de voto, de manera que el segundo lugar recibió casi una tercera parte de los votos depositados.
Así, Putin logró la mayoría absoluta, bajo sospecha de una parcial alteración de los resultados, y gracias a la capacidad de los caciques regionales de influir en la votación de sus respectivos feudos. Por esto, el punto de partida para el presidente electo no es tan halagador, como pudiera parecer, sobre todo por las condiciones específicas del régimen que Boris Yeltsin heredó a Putin: una mezcla de democracia, autoritarismo y anarquía, con una extendida red de complicidades e intereses creados al servicio del único propósito de favorecer a una élite gobernante, penetrada por la corrupción e impunemente acostumbrada a saquear las riquezas del país.
Los resultados de los comicios, en una primera lectura, significan que Putin comenzará su gestión con un reducido margen de maniobra frente a los diferentes clanes que aspiran -y reclaman- seguir siendo beneficiados por el Kremlin.
El mandatario tendrá que recomponer su equipo de colaboradores y establecer nuevos equilibrios -la primera batalla se está librando ya en torno a la composición del nuevo gabinete-, antes de poder formular un verdadero programa de gobierno para los próximos cuatro años, más allá de sus promesas electorales.
La guerra en Chechenia lo llevó al Kremlin; la guerra en Chechenia es insuficiente como único logro de un presidente, si es que se puede llamar logro a la devastación que ahí tiene lugar.
Antes de aventurar una hipótesis sobre qué espera a Rusia durante la presidencia de Putin -sin caer en el juego de colgarle sambenitos antes de tiempo: dictador, rehén, pragmático-, habrá que esperar su respuesta a preguntas esenciales y, todo parece indicar, no será pronto. Por lo menos, no antes de su toma de posesión, dentro de un mes, periodo que estará marcado por intensas negociaciones intramuros en el Kremlin.
Cómo piensa Putin, si es que lo piensa, afrontar la reforma del Estado, que implica esencialmente desprivatizar el Estado para que deje de ser instrumento de la oligarquía y la mafia, muchas veces sinónimos de los mismos intereses; cómo se propone equilibrar las relaciones entre el centro y las regiones para evitar la desintegración de la propia Federación; qué política económica aplicará para cumplir su promesa de elevar el nivel de la población, una tercera parte de la cual, conviene recordarlo, subsiste por debajo del nivel oficial de indigencia; cómo se imagina reposicionar a Rusia en el ámbito internacional; entre muchas otras, son preguntas aún sin respuesta de su parte.
La llegada de Putin a la presidencia representa no sólo un cambio generacional en la elite gobernante. Es, sin duda, el comienzo de un nuevo ciclo en la historia reciente de este país.
A grandes rasgos, de 1985 a 1991, Mijail Gorbachov desmontó los cimientos ideológicos y políticos del anterior régimen socialista; de 1991 a 2000, Boris Yeltsin desbarató los cimientos económicos y sociales de ese régimen, y ahora Putin enfrenta el desafío de proponer un nuevo proyecto de país, o bien, acabar de hundirlo en el caos y la desigualdad.
Más aún, si no quiere limitar su estancia en el Kremlin a cuatro años, Putin tendría que optar por lo primero. Sin éxitos concretos en su gestión al frente del país, la legitimidad en las urnas que acaba de conseguir se volverá, muy pronto, repudio, y la población verá frustradas, una vez más, sus esperanzas de cambio. En esas circunstancias, sólo le quedaría gobernar con mano dura y la reelección para un segundo mandato sería impensable.
A falta de hechos, salvo aquellos que emprendió durante su interinato para quedarse en el Kremlin, lo que Putin ha dicho hasta ahora, con obvia connotación electoral, no permite determinar qué camino seguirá.
Se podrían mencionar muchos ejemplos, pero uno es especialmente ilustrativo. Al margen de que no ha desmentido las acusaciones de corrupción que le lanzó el periódico Novaya Gazeta, Putin declaró en una reciente entrevista a la cadena estadunidense de televisión ABC que tiene como meta luchar contra la delincuencia organizada y, para ello, está incorporando a su entorno más cercano a antiguos compañeros suyos del KGB, la policía secreta soviética, "sin ninguna conexión con personas o estructuras que pudieran estar vincu- ladas a la corrupción".
Poco antes, Putin afirmó que era necesario "apartar del poder a los oligarcas" e incluso que "desaparezcan como clase", lo que algunos medios interpretaron como una seria intención de distanciarse de magnates como Boris Berezovsky.
El propio Berezovsky, el oligarca omnipresente en todas las intrigas palaciegas del periodo de Yeltsin, incluida la decisión de nombrar heredero oficial a Putin, en una entrevista reciente al diario Vedomosti, se refirió al episodio así:
"No se olvide que Putin es un buen político y, por eso, hay que tener mucho cuidado al interpretar lo que dicen los políticos. Dijo que los oligarcas deben ser apartados del poder. Es cierto, absolutamente correcto. Pero irrealizable. Nunca sucederá. Sin duda, sus palabras suenan bien para los electores".
Detrás de estas encontradas opiniones hay una sola verdad. La verdad de Putin o la de Berezovsky. Los hechos por venir despejarán la duda.