La Jornada miércoles 29 de marzo de 2000

Fernando González Gortázar
Horario de verano: voto a favor

CONFIESO MI PERPLEJIDAD ante la furia que -desde el primer año de su implantación, y crecientemente- el horario de verano produce en muchas personas. Funcionarios y líderes políticos, diputaciones estatales, organismos diversos y ciudadanos rasos, se sienten agraviados por esta medida y exigen su abolición. Como yo me encuentro en la posición contraria, quisiera decir algo al respecto.

Primero, intento comprender algunas causas válidas de la protesta, pues creo que sí las hay. En efecto, cuando el presidente Zedillo anunció que propondría al Congreso la privatización (felizmente fracasada) de la industria eléctrica, enfatizó que eso no significaba la existencia de problemas de generación y abasto, y que los mismos estaban asegurados. En cambio, hace unos días, el secretario Téllez dijo que sin el horario de verano habría cortes de energía. Es obvio que uno de los dos mintió y que ambos pretendieron manipularnos. Muchos tenemos la impresión, así, de que el horario de verano está siendo usado como parte de un juego torpe, como parte de la ciega estrategia privatizadora del régimen. Este manejo es desde luego inaceptable, pero no es un defecto del propio horario.

Las autoridades afirman que con esta acción disminuye el consumo de energía. En los estados al norte del Trópico de Cáncer (de Sinaloa hacia arriba), es claro que así sucede; conforme se avanza hacia el sur, el ahorro es menos evidente. Cuál es el saldo final es algo que ignoro. Existen, desde luego, informes oficiales al respecto, pero al parecer nadie los creemos, como en general creemos poco de lo que dice el gobierno federal. El ahorro de electricidad no se refleja en nuestros pagos, eso es indudable, y se tiene la impresión de que nos están tomando el pelo. Tiene que haber ahorros, pero no sabemos a dónde van a parar: esto debe aclararse de inmediato.

Hasta aquí los argumentos que me parecen sensatos para cuestionar el cambio en los relojes: su utilización política es tramposa y no sabemos quiénes se benefician con el menor consumo de energía. Más allá empieza, en mi opinión, el terreno del absurdo. Se dice, por ejemplo, que el cambio de horario es nocivo para la salud. Actualmente, este cambio es común en muchísimos países del hemisferio norte -no sé si hay equivalencia en el sur-, incluida Europa entera, en donde empezó a implantarse desde la Primera Guerra Mundial. Así, el afirmar que una costumbre que en muchas décadas y en medio mundo no ha hecho daño, aquí resulta perniciosa, parece involuntariamente racista y autodenigratorio.

Aún más ridículo es decir que, a lo largo de seis meses, ''se duerme una hora menos'' (lo cual, ya entrados en el absurdo, se compensaría con la ''hora de más'', medio año después). Como lo sabe cualquiera que haya transpuesto un huso horario (pasando de Jalisco a Nayarit, por ejemplo), bastan unos días para habituar el reloj biológico a un cambio que es casi imperceptible (se siente más una desvelada). Esto es incluso cierto para cambios mucho mayores, como el de los viajeros trasatlánticos: a nadie se le ocurriría decir que, durante toda su estancia en Europa, éstos durmieron siete horas menos; es un tanto grotesco el tener que comentar semejantes obviedades.

Se maneja cada vez más otro argumento: el horario de verano expone a la gente a la oscuridad de la mañana, y es por ello peligroso. Pienso que sucede al contrario: hace años leí una estadística según la cual la mayor incidencia de delitos es nocturna, y la menor, matinal. No sé si esos datos son actualmente válidos, pero me parece muy probable que lo sean. Una hora más de luz en la tarde incrementaría así, posiblemente, la seguridad pública. Tampoco creo que el horario de verano sea antidemocrático. No conozco encuestas serias a este propósito, pero hace poco escuché un sondeo radiofónico en el que casi 70 por ciento de los escuchas se manifestaba a favor de la medida. Lo que sí me parece inconcebible es que cada entidad decida su propio horario, que alguien pueda salir de Tlalnepantla y llegar a un Distrito Federal retrasado una hora, o tomar un avión que llegará a un huso si va a Tampico y a otro si lo hace a Monterrey. El desorden sería demencial. La difícil construcción del federalismo estaría perdida si se le usa para justificar lo irracional.

Creo, pues, que el horario de verano no causa daño en forma alguna. Tampoco es tan benéfico en lo económico como pregona el gobierno, pero (como bien dicen tantas canciones) no todo en la existencia es dinero. Hay satisfactores de otra índole, que son incuantificables; yo estoy a favor de este horario porque creo que mejora nuestra calidad de vida. El simple y puro goce del mundo, el bienestar y la sensación de seguridad que produce estar en la calle a las ocho y media de la noche (o a las nueve, en algunas zonas del país) con luz de día, es algo que debe formar parte de cualquier argumentación. No son muchos los placeres que están al alcance de todos.

Nuestra monstruosa realidad ha engrendrado una cultura de la elemental supervivencia; de algún modo, la cultura de la felicidad debe empezar a abrirse paso. Las batallas sociales, el arte, la ciencia y la naturaleza son caminos para alcanzarla. Me entristece ver que entre los argumentos que se esgrimen para combatir al horario de verano aparezcan tantas patrañas, y que la sensibilidad y el amor por el mundo y por la vida no se vean por ningún lado.