La Jornada jueves 30 de marzo de 2000

Soledad Loaeza
La politización del santoral

EL EMPEÑO DE LA IGLESIA mexicana en la beatificación del cardenal Posadas no deja de ser sorprendente, pero lo es menos si se mira a la luz de la actual política vaticana de multiplicar beatos y santos. Su número ha aumentado de manera exponencial durante el reinado del papa Juan Pablo II, quien ha acrecentado el santoral más que cualquiera de sus predecesores desde la Edad Media. Nadie dudará que en parte la intención es otorgar justo reconocimiento a vidas y hechos dedicados a Dios, que ameritaban ingresar públicamente a las filas de los bienaventurados.

Sin embargo, no es un secreto que beatificaciones y santificaciones también han sido un poderoso recurso político para que los papas expresen su preferencia por algún país, alguna corriente en el seno del catolicismo, o un estilo religioso; es decir, esas categorías de santidad también han servido para impulsar o promover a ciertas figuras y posiciones en este mundo. Detrás de la reciente multiplicación de los santos está la pasión por la política de Juan Pablo II, que se enorgullece de haber precipitado la caída del muro de Berlín, el fin de la Unión Soviética y la humillación del socialismo.

En el mes de diciembre pasado, el Papa desató una acalorada polémica cuando anunció que su antecesor, Pío IX, sería beatificado. Este pontífice es recordado porque su reinado ha sido el más largo de la historia, duró de 1846 a 1878, pero también porque declaró la infalibilidad papal. Además, en esos tiempos gobernaba con mano de hierro un puñado de estados italianos, donde se acostumbraba secuestrar a judíos para someterlos a una conversión forzosa. El caso más famoso de éstos fue el del niño Eduardo Mortara, quien a los siete años fue bautizado por una nana católica. Pío IX ordenó que el niño fuera separado de su familia, lo tomó a su cuidado contra la voluntad de los padres, que durante más de diez años buscaron recuperarlo movilizando todos los recursos posibles, desde abogados hasta la opinión pública internacional, pero una y otra vez fracasaron. A los 21 años, Mortara fue ordenado sacerdote y su familia lo perdió para siempre.

Pío IX también simboliza una Iglesia centralizada, vertical, clerical y autoritaria, de suerte que su beatificación es un guiño al ala más conservadora de la Iglesia, que no ve con buenos ojos el liberalismo de Juan XXIII, organizador del Concilio Vaticano II, quien será beatificado simultáneamente, y tampoco las disculpas formuladas por Juan Pablo II en los primeros meses del año por los errores de la Inquisición o la indiferencia a las víctimas del Holocausto.

La súbita multiplicación de santos mexicanos entra perfectamente en este patrón de estrategia política. El hecho de que el padre Agustín Pro, mártir -como se dice- de la persecución religiosa en México -como también se dice- durante el gobierno del presidente Calles, haya sido elevado a santo inmediatamente después de que se modificara la Constitución en 1992, se otorgara personalidad jurídica a las iglesias y se restablecieran relaciones diplomáticas entre el gobierno mexicano y el Vaticano, no fue un acto de inocencia política. En el fondo, el padre Pro no fue más que un pretexto para rehabilitar a la Iglesia mexicana a ojos de su opinión pública. Por lo menos desde la época del arzobispo Luis María Martínez, se le acusaba de ser cómplice del Estado, de manera que casi setenta años después, el padre Pro sirvió a los obispos mexicanos para apropiarse la palma del martirio, abandonar el equipo de los aliados del poder, sumarse a la lista de sus víctimas y hacernos olvidar las componendas del pasado. Todo esto con el aval de la incontestable autoridad del Papa. Luego vinieron los niños santos de Tlaxcala y ahora Posadas.

La insistencia del cardenal Juan Sandoval Iñiguez en que la muerte de Posadas fue planeada, se explica justamente porque la Iglesia mexicana quiere otro santo, como si creyera que eso le da más fuerza política, pero para obtenerlo necesita que las autoridades vaticanas pertinentes y los desposeídos mexicanos lo vean como otro mártir del poder. Si resulta que, como dicen los informes oficiales, el cardenal fue víctima de un error o de una fatalidad que lo colocó en el lugar equivocado en el momento equivocado, entonces la única razón para santificarlo sería que tuvo mala suerte. Pero si eso basta para hacer un santo, entonces el santoral mexicano podría convertirse en la glorieta de Insurgentes a la hora de la salida.