La Jornada domingo 2 de abril de 2000

Carlos Bonfil
Magnolia

Previsión del apocalipsis. La ciudad de Los Angeles, desmesurada, irregular, caótica, y al mismo tiempo perfectamente disfrutable en cada uno de sus barrios, como ese territorio monótono y extenso, San Fernando Valley, que el realizador de treinta años, Paul Thomas Anderson (Hard Eight, Juegos de placer/Boogie nights) elige para su tercer largometraje, Magnolia. El título corresponde al nombre de una avenida que atraviesa a ese valle, y que es también la zona por la que deambulan los personajes de David Lynch en El lado oscuro del camino/Lost highway. ƑA quién sorprenderá que la nueva cinta de Anderson sea, como el barrio donde transcurren sus múltiples acciones, desmesurada también, apocalíptica, y tenga una duración de tres horas? Como en otra cinta célebre, situada en Los Angeles, Vidas cruzadas/Short cuts, de Robert Altman, asistimos a una visión urbana de finales de siglo, con la inminencia de una catástrofe (terremoto) o la llegada de una plaga (un diluvio de ranas), y a la manera en que este clima de devastación bíblica se refleja en la conducta de varios personajes.

Estados Unidos, modelo para armar. La increíble vitalidad del cine norteamericano -tal como lo imaginan, fabrican, manipulan, y subvierten hoy sus mejores y más jóvenes realizadores, Jonze, Mendes, Solondz, Anderson, entre otros- reside en parte en su lenguaje desinhibido y directo, en su modo de envolver a los espectadores en panorámicas urbanas que rápidamente se fragmentan en viñetas intimistas. Se trata de pequeños cuadros de la vida cotidiana, interesantes por su realismo y barniz pintoresco, fascinantes cuando al combinarse y relacionarse entre sí informan de una misma neurosis colectiva. Un policía se enamora de una drogadicta; un padre atormenta a su hijo genio en un concurso televisivo; un hijo insulta y luego acaricia y luego vuelve a insultar a su padre moribundo, un enfermero descubre su vocación redentora, una mujer estalla en cólera por la estupidez de los empleados de una farmacia, un charlatán exige de sus fieles, en delirantes cultos a la masculinidad, el respeto al falo y la sumisión de la vagina. Tantos elementos disparatados podrían dar como resultado cacofonía y estridencia. Anderson evita ese riesgo con un manejo magistral de la construcción dramática; sus personajes transitan de un arrebato pasional (o de un ataque de histeria) a momentos de enorme vulnerabilidad y ternura. Al respecto, dos actores ofrecen lo mejor de sí a sus personajes, Tom Cruise, convertido en gurú de la procacidad sexista -una suerte de pene humano, vociferante y necio, que atraviesa por increíbles registros emocionales al ser entrevistado sobre su familia y su infancia; y la estupenda Julianne Moore, con esa insólita mezcla de calidez y dureza que John Cassavetes podía obtener de Gena Rowlands (Neurosis de mujer/A woman under the influence), y que Moore opone aquí a la insensibilidad urbana, al colapso moral de su marido, a la inminencia de su desaparición, y a la pérdida de toda certidumbre.

Eficacia narrativa. Magnolia es un fresco fílmico, una verdadera épica urbana. Los temas del azar y la fatalidad están presentes en el prólogo, tipo documental, de la cinta, en esa increíble (aunque verídica) historia del joven que harto de sus padres decide suicidarse aventándose de una azotea. En su caída es alcanzado por una bala perdida disparada desde el departamento de sus padres, quienes se disputan. El joven habría caído sobre una red de protección, pero muere antes de llegar a ella.

Después de este inicio, todo es posible, y todo, o casi todo lo que puede haber de inverosímil en la macrópolis desquiciada, termina sucediendo. Pedir al director aspectos menos increíbles y fantásticos es pedirle otra película. Es pedirle que explique por qué pueden llover súbitamente cientos de miles de ranas y tapizar las aceras de la avenida Magnolia, o por qué puede descarrilarse la razón de un personaje, u olvidar sus palabras un célebre presentador de televisión, u orinarse en su asiento el niño californiano que recita poemas en un francés impecable. El prólogo captura al espectador, y cuando al cabo de dos horas y media el interés llega a decaer un poco, una secuencia de realismo fantástico reclama de nuevo su atención, irresistiblemente.

Hay afinidades evidentes de Anderson con otros cineastas, la más notoria es con Robert Altman (el director admira Nashville), y también predilección por el Jonathan Demme de Algo salvaje y Casada con la mafia, y por el Scorsese de Buenos muchachos. Hay un fondo católico con referencias a la redención y al saneamiento de culpas, y personajes a la deriva que vislumbran cierta paz espiritual. Nada de esto adquiere, sin embargo, tonos de contrición o de regaño. El paisaje es mucho más vasto: es una panorámica social muy ambiciosa que por fortuna reposa sobre un sólido punto de vista y una enorme vitalidad artística.