La Jornada miércoles 5 de abril de 2000

Luis Linares Zapata
Nueva derecha

Una nueva oleada derechista se ha levantado en el país. Enhorabuena que esto suceda. Es una muestra palpable del desarrollo y modernización de México. La proliferación de visiones divergentes de los hechos es un fenómeno contemporáneo y congruente con una vida original y creativa. La formación de grupos disímbolos, de individuos que hacen crítica desde perspectivas encontradas o que llevan a cabo investigaciones comprometidas con ideas e intereses opuestos, son indudables signos de la complejidad creciente de una sociedad en movimiento.

Ya no se trata de la vieja y retardataria derecha mexicana anclada en las vetustas sacristías. Tampoco de una camada de aristocratizantes criollos que aventaban su racismo por delante en un afán por disfrazar obsoletas preconcepciones. O redentores tratando de justificar sus incapacidades y rampante ignorancia con ademanes rectilíneos, dogmas y tramposos argumentos. Esos casos, aunque relegados por la corriente de la actualidad, todavía se dan, pero de manera concurrente han irrumpido en el escenario personas inteligentes, ilustradas y honestas que se han situado frente al imaginario colectivo y buscan informarlo, atraerlo para sus causas y posturas. Y el éxito que han tenido tiene que ser asentado para el avance de la cultura ciudadana.

En su enfrentamiento con la izquierda no son pocas las victorias que han logrado. En especial sobre esa izquierda también anquilosada. La que no ha podido separarse de las acciones marginales o clandestinas. La que responde a reflejos autoritarios y afiliada a sectas. La atrincherada en análisis esquemáticos y circulares de amos y esclavos, de explotadores generalizados y plutócratas criminales; pero, para la mejor oportunidad de la tolerancia y la productividad, hay un fructífero movimiento de revisión de la izquierda tradicional. Uno que se viene situando en medio de la corriente democratizadora y racional que empuja, en el país, la transición hacia una vida más abierta, racional pero, sobre todo, más justa y soberana. Una historia social guiada por los ciudadanos y compuesta por ellos y no condicionada por los imperativos del mercado.

Lo que no ha podido quitarse esta nueva oleada derechista son sus obsesiones a veces rayanas en la histeria y las fobias. Escogieron al estado de derecho como una bandera que han querido blandir para conjurar supuestos peligros o anarquías inminentes, pero que terminan por exigir casi siempre frente a los débiles, a los inconformes con un estado de cosas cuando éste los avasalla y condiciona a su perpetuación. A veces, es justo decirlo, también lo enderezan contra el poder y los poderosos políticos. En contadas ocasiones contra el de orígenes sociales y, casi por rigurosa excepción, contra el de naturaleza económica. Así, enfilaron sus baterías contra la rebeldía estudiantil en la UNAM. No cejaron en sus argumentos y reclamaciones contra las acciones del CGH. Pidieron, en cada oportunidad, la aplicación inmediata de la ley contra los que enjuiciaron como flagrantes violadores. Firmaron desplegados y artículos para ser oídos y hasta fueron a su vez usados por el poder. Pero no han vuelto a elevar sus protestas por las arbitrarias detenciones y menos aún por los delitos inventados a diestra y siniestra por las autoridades. Al fin que los revoltosos merecen su cárcel, al menos por unos días, meses y hasta años.

Otro de sus tópicos preferidos, en estos días de búsquedas de votantes indispuestos y desconcertados, es el de encontrarle límites a la democracia. Tratan de definir las pautas por donde esta forma de vida debe, a su juicio, transitar. Argumentan que extenderla puede ser dañina, que se niegue a sí misma cuando los alocados traten de llevarla a todos los confines del entramado social. Y han pretendido descubrir tales fronteras, por ejemplo, en la educación. La vida dentro del claustro universitario es, para muchos de ellos, un campo minado para la creciente y activa participación de la comunidad. La meritocracia es, por oposición señalada, la ruta y la consigna de la derecha.

Y, como parte señera de sus afanes de alejar a las muchedumbres de las deliberaciones que tienen que ver con sus intereses, se oponen a dejar en manos de todos el que califican como neutro horario de verano.

Este asunto queda reservado para los enterados, para las consideraciones técnicas, para los tratados internacionales, las costumbres de otros y las conveniencias comerciales. Nada tienen que hacer en este campo las consultas, la formación de consensos. Citan, en su auxilio argumental, la imposibilidad de fijar medidas (kilos o metros) por consejas, opiniones, menos aún por sentires populares. Como si tales determinaciones convencionales no fueran precisamente eso: referentes colectivos. El cambio del sistema tradicional imperante en los países de habla inglesa, al decimal y métrico, fue amplio y minuciosamente auscultado y consultado, al menos en Inglaterra y Estados Unidos. Todos participaron en el acuerdo porque a todos afectaba y, por tanto, se les debía guardar el debido respeto a sus capacidades decisorias, sabiduría y responsabilidad. Nadie, en medio de esas sociedades, pudo mantener el alegato de los límites a la democracia.