Carlos Martínez García
Perdón light
El muy propagandizado acto de petición de perdón de Juan Pablo II de hace casi un mes fue más una operación mediática que contrición real por los errores de la Iglesia católica cometidos en su larga historia. Una detenida lectura del documento pontificio La Iglesia y las culpas del pasado, arroja magros resultados en cuanto a reconocimiento de graves yerros de la institución religiosa encabezada por Karol Wojtyla.
Escépticos como somos de los actos de la alta jerarquía vaticana, no nos conformamos con las notas periodísticas acerca de la ceremonia realizada el 12 de marzo en el Vaticano, en la que supuestamente el Papa lamentó los pecados perpetrados por la Iglesia católica contra las culturas indígenas, los cristianos separados de Roma y el pueblo judío, entre otros. Nos dimos a la tarea de conseguir el documento teológico que sustentó el acto penitencial de hace unas semanas; lo estudiamos detenidamente y llegamos a la conclusión de que Roma convirtió el operativo de hacer cuentas con la historia en un consumado acto de prestidigitación: el arrepentimiento se perdió en farragosas disquisiciones en un escrito que podríamos titular De la posibilidad teórica de pedir perdón sin comprometerse a realizarlo en la práctica.
De inicio subrayo un hecho que no sé si es burla, descuido o franco cinismo. La Comisión Teológica Internacional que tuvo a su cargo la redacción del documento, cuyo título completo es La Iglesia y las culpas del pasado, memoria y reconciliación, estuvo encabezada por el cardenal J. Ratzinger. Este mismo personaje fue quien le dio el visto bueno final, respaldado por Juan Pablo II. Resulta que Ratzinger es el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora del Santo Oficio, nada más y nada menos que la Santa Inquisición. Es decir, se puso a evaluar la acción histórica de la Iglesia católica al encargado de censurar y perseguir a los sucesores actuales de quienes en el pasado fueron estigmatizados, perseguidos, torturados y ejecutados por la Inquisición. Es como si la investigación de los horrores de Stalin, de Pinochet, de Hitler, y tantos dictadores, quedara en manos de sus respectivos ministros del interior.
Podríamos citar varios casos del inquisitorial modo de actuar del cardenal Ratzinger, pero nos remitimos a uno que lo refleja en toda su intolerancia. El alto clérigo, con la anuencia papal, hizo pública en mayo de 1990 la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo. En ella se hicieron claras advertencias a los pensadores católicos heterodoxos (teólogos de la liberación latinoamericanos y teólogos europeos críticos del centralismo romano, principalmente) que sus trabajos debían reflejar sujeción a las líneas trazadas por el magisterio de la Iglesia católica, o sea la tradición interpretada por el papado. Ratzinger defendió el status intocable de la Iglesia romana y su jerarquía, negó que en su interior pudieran gobernar los principios vigentes en la sociedad civil, el derecho a aceptar o no una idea determinada y actuar en consecuencia de acuerdo a la conciencia. El documento es categórico: "oponer un magisterio supremo de la conciencia al magisterio de la Iglesia constituye la admisión del principio del libre examen (cursivas mías), incompatible con la economía de la revelación y de su transmisión en la Iglesia, como también con una concepción correcta de la teología y de la misión del teólogo". Un perfecto ejemplo de pensamiento único.
Aproximadamente 85 por ciento de La Iglesia y las culpas del pasado está dedicado a bordear el tema, hacer disquisiciones teológicas, morales y filosóficas acerca de la bondad existente en quien pide perdón por faltas y ofensas cometidas por parte de una institución bimilenaria. Todo para llegar al 15 por ciento restante del documento y encontrarse uno con que la tal petición de perdón es relativizada al extremo de dejar las atrocidades en meros errores o debilidades de "hijos de la Iglesia". Ni una palabra sobre que éstos persiguieron a herejes, arrasaron culturas, propiciaron el oscurantismo cultural y justificaron crueldades como la Shoa con la anuencia, o por lo menos indiferencia, de distintos antecesores de Juan Pablo II. El mismo Papa actual tiene en su haber el revigorizar intolerancias que parecían superadas por el Concilio Vaticano II que impulsó Juan XXIII. Tímidamente se habla en el escrito pseudopenitencial del "uso de la violencia al servicio de la verdad" en la evangelización de los pueblos indios, pero nada se dice sobre que si el método para hacer prosélitos contradice la verdad que se predica, entonces el mensaje se distorsiona hasta ser una negación del Evangelio.
En su afán de matizar culpas que no pueden ser moralmente disminuidas, el Vaticano recurre a explicaciones endebles. El escrito busca justificar las culpas pasadas por los condicionamientos de los "tiempos históricos, sociológicos y culturales" a que estuvieron sujetos los "hijos de la Iglesia" que consumaron crueldades como las de la Inquisición. Si a esas vamos, entonces tal vez no esté lejos el día en que Ratzinger concluya que la razón la tuvieron los fariseos y no Jesucristo.