LUNES 10 DE ABRIL DE 2000

Ť Deseos digitales Ť

Ť Román Gubern Ť

Las nuevas tecnologías de información están generando efectos emocionales en la sociedad Occidental que, previsiblemente, se irán incrementando en el futuro, adquiriendo nuevas características. ƑSe está convirtiendo la era de la comunicación en la era de la soledad? ƑCómo son las relaciones sentimentales en la Internet? ƑVivimos en una sociedad de la hipererotización de la deserotización? ƑQué características tienen la excitación y el sexo en un "edén erótico" como Internet? ƑSucederá la pornografía de la muerte (cultura del snuff) a la pornografía del sexo? En el libro El eros electrónico, el investigador catalán Román Gubern analiza con agudeza las implicaciones emocionales y afectivas de los nuevos medios en las formas de vida de la sociedad posindustrial. Editado por Taurus, el ensayo estará en las librías mexicanas a partir de esta semana. Como una cortesía de la editorial, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de la obra

La magia digital es capaz de resucitar a los muertos con gran eficacia. No sólo su imagen, sino también su voz. Desde mayo de 1999, la voz digitalizada de Marilyn Monroe acompaña a los usuarios del metro londinense, para ofrecerles sus informaciones con su cálida dicción. La grabación fue posible gracias a un sintetizador digital que reprodujo, con acento británico, el sensual timbre de la actriz. La compañía metropolitana efectuó luego una encuesta y todos los pasajeros preguntados manifestaron preferir su voz a la de un empleado corriente a la hora de recibir amables instrucciones por los altavoces.

Por estas fechas se supo también que Virtual Celebrity, empresa californiana fundada en 1998, había creado "clones digitales", réplicas audiovisuales y tridimensionales de intérpretes famosos (de Marlene Dietrich, James Cagney, Vincent Price, Bob Hope, W.C. Fields, Groucho Marx) para uso comercial en publicidad, cine, Internet, etcétera. La operación se iniciaba comprando sus derechos de imagen a los herederos y luego digitalizando su imagen y voz, a partir de sus películas. Se creaba un banco de memoria del personaje, un depósito de sus formas audiovisuales, dispuestas a la resurrección, como el mito romántico de la momia. Es obvio que la resurrección de estrellas fallecidas para renovar su deseabilidad para las masas supone una operación netamente necrófila, de culto a los muertos y sin posibilidad de satisfacción en un encuentro personal. Constituye, de hecho, un caso de iconomanía necrómana.

el eros electronicoEn el caso de los actores ancianos y ya retirados o semirretirados, esta opción reviste para ellos una doble gratificación, una de tipo narcisista y otra financiera. La primera por su posibilidad de revivir como "ciberestrellas" su imagen de juventud, el esplendor de sus capacidades vitales y profesionales plenas (se ha dicho que Marlon Brando estaba interesado en tal operación), y la segunda por la posibilidad de sustanciosos ingresos sin moverse del butacón.

Todos los ejemplos citados evidencian la omnipotencia fantaseadora y delirante de la imagen digital, que era una virtud que sólo poseían hasta ahora las artesanías manuales del dibujo y la pintura, pero que la técnica infográfica permite presentar actualmente con la misma apariencia autentificadora de la imagen fotoquímica. Y es lógico que esta técnica se haya puesto ya al servicio de los deseos prohibidos. En marzo de 1994 se produjo un gran escándalo cuando se descubrió que algunas copias de los laserdiscos del film ƑQuién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, 1988), realizado con imagen real y dibujos integrados por Robert Zemeckis y producida por Walt Disney y Steven Spielberg, habían sido manipulados digitalmente. La manipulación fue descubierta y denunciada por la revista Variety y era grave, porque aunque se trataba de inserciones de carácter subliminal que sólo podían descubrirse examinando la película fotograma a fotograma, el hecho de tratarse de añadidos de carácter sexual y el interés de la obra para el mercado infantil multiplicaba su escándalo. En insertos digitales, el muñeco dibujado de Jessica Rabbit aparecía sin bragas, emulando a la Sharon Stone de Instinto básico en el gesto de descruzar sus piernas para revelarlo al público. En otro lugar aparecía completamente desnuda y en otra escena el pequeño Baby Herman se metía jubilosamente debajo de la falda de una señora para tocarla. La empresa distribuidora retiró los laserdiscos que a la vez se convirtieron inmediatamente en un exótico y carísimo artículo de coleccionista, y tuvo que renunciar a descubrir al responsable de la manipulación, pues gran parte de la animación había sido encargada a artistas británicos.

La imagen digital permite otras fantasías acerca de uno mismo. La mayor parte de las personas, según las estadísticas, está descontenta con su aspecto físico y con su propia imagen. Unos se ven a sí mismos demasiado gordos, o demasiado bajos, o con la nariz excesivamente pequeña, o con los hombros muy cargados. El auge de la cirugía estética en Occidente habla a las claras acerca de esta insatisfacción tan generalizada y de la que ya dimos cuenta al referirnos a la dismorfofobia en el segundo capítulo. Una artista francesa llamada Orlan, procedente del body art, se ha sometido en los años noventa a diez operaciones quirúrgicas para conseguir que su frente sea como la de la Mona Lisa, sus labios como los de la Europa de Gustave Moreau, su mentón como el de la Venus de Botticelli, sus ojos como los de una Diana de la escuela de Fontainebleau, etcétera. Orlan supone un caso radical de artista posmoderna, que no duda en afirmar que "el cuerpo es obsoleto. Lucho contra Dios y contra el ADN", para añadir: "Estoy contra todo estándar de belleza y empeñada en dirigir mi autorretrato". Se trata de un caso extremo de utopismo proyectado sobre el propio ser, en el que cambiar de cara se homologa al acto de cambiarse de camisa.

El caso de Orlan es, obviamente, un caso de radicalismo estético experimental y excepcional, pero, también sin quererlo, una caricatura estridente de la tendencia colectiva de nuestra sociedad del espectáculo hacia la modificación de la propia apariencia, en una cultura en la que el parecer es más importante que el ser. Orlan pertenece, claramente, a la cultura quirúrgica de la era preinformática, pues en la actualidad la tecnología digital permite retocar el propio cuerpo para eliminar sin cirugía sus defectos, y convertirlo -transmutado en cibercuerpo- en objeto de deseo. Este cibercuerpo narcisista, que hace realidad el mito del mutante dios griego Proteo en la era posmítica, puede emplearse para introducirlo en un videojuego, o para distribuirlo en postales o en carteles callejeros, o para convertirlo en amante virtual de un sujeto icónico deseado.

Análogamente, es posible construir ya la imagen de la pareja perfecta, como intentó hacer laboriosamente Lev Kuleshov en los años veinte, a través del montaje cinematográfico de partes anatómicas de diferentes mujeres. Seguramente Kuleshov no hizo más que seguir la tradición de algunos pintores, que combinaban atributos de diferentes modelos, para crear su paradigma de suma perfección estética [...]

[...] Si los antiguos pintores tenían que ir rehaciendo las formas de sus desnudos con sus penitimenti, para acomodarlas a sus deseos, la producción digital de imágenes permite ahora escanear el rostro de una persona, las piernas de otra, etcétera, para ir componiendo luego un cuerpo ideal y ligeramente inarmónico, de acuerdo con lo que ahora sabemos sobre el atractivo físico, e ir ajustando paulatinamente sus formas y sus poses, de acuerdo con la curva del deseo y de la excitación del operador. De este modo se puede optimizar la deseabilidad de una figura, presentada del modo más favorecedor posible.

Aunque, claro está, esto puede conducir a la creación de una figura muy deseable con la que no se puede fornicar, pues la interactividad con ella es muy limitada, siempre monodireccional y privada de tactilidad. El único consuelo que le queda al deseo obturado reside en saber que aquella figura no nos podrá defraudar, ni nuestra relación con ella se erosionará por efecto de la convivencia y de su rutina.

Lo que no obsta para que el operador pueda introducir su propia representación digitalizada en la imagen, para que por procuración vicarial acompañe, acaricie y hasta posea icónicamente al sujeto deseado. Es probable que muchos optarían en este caso por figuras aureoladas por el carisma de la popularidad mítica gestada mediáticamente, con rostros como los de Kim Basinger o Leonardo di Caprio, para hacer icónicamente el amor con ellos. Pero los operadores más imaginativos contribuirían sus parejas icónicas a la medida de sus deseos precisos y meticulosos, como hizo Pigmalión con Galatea. La finalidad sería siempre la misma: representarse junto al ser deseado para estar con él sin estarlo. Ésta es la lógica interna e ilusoria en la que se fundamente la iconofilia, fomentada enérgicamente desde las industrias audiovisuales contemporáneas al proponer a la sociedad sujetos altamente deseables, pero a la vez inalcanzables.

Si las imágenes son presencias ópticas sin vida, no por ello escapan a la iconolatría masiva, y su carencia de vida tampoco impide que estén asimismo sujetas a un auténtico proceso de selección darwinista, de tal modo que las más llamativas, escandalosas o sofisticadas tienden a eclipsar o a desplazar a las más banales o más tradicionales. El principio biológico de la "mirada preferencial" (sobre todo hacia el estímulo sexual y al nutritivo) actúa de modo implacable en este campo. Y, siguiendo con el símil biológico, este imperativo que prima a las imágenes más excitantes sobre las que lo son menos tiende a reducir la "biodiversidad" de nuestra iconosfera contemporánea.

De manera que la iconosfera contribuye, con sus formas y colores hedonistas, a sensualizar nuestro entorno urbano, aunque también puede llegar a saturarlo, pues el exceso de imágenes las hace finalmente invisibles, convirtiéndolas en mero "ruido óptico". Pero esta realidad cultural no debería hacer olvidar que sustituir a las palabras, que son la base del pensamiento abstracto, por imágenes, que constituyen plasmaciones de lo concreto, merma indefectiblemente la capacidad de reflexión de los sujetos.