MARTES 11 DE ABRIL DE 2000
* El estreno del largometraje se efectuará hoy en el Salón 21
Por fin en México, Buena Vista Social Club, de Wim Wenders
* El cineasta alemán pone el séptimo arte al servicio del prodigio de la música clásica de Cuba
* Distribuida por Latina, su exhibición comercial será a partir del viernes en varias salas del país
Pablo Espinosa * Un acorde unísono entre la guitarra slide de Ry Cooder y el tres cubano de Compay Segundo marca el inicio de una gesta, la génesis de una epopeya, el inicio de una era:
De Alto Cedro voy para Marcané
Luego a Cueto voy para Mayarí
El cariño que te tengo
Yo no lo puedo negar
Se me sale la batita
Yo no lo puedo evitar.
Ante la cámara de Wim Wenders, la primera de las leyendas que habrán de desfilar frente a esa lente, el fotógrafo Korda muestra un álbum de fotografías que espejean buena parte de la historia de la isla. El desfile icónico habrá de transcurrir, durante los siguientes 101 minutos, en medio de un estrépito de congas, voces añejadas en tabaco y ron, alquimia de piel morena, sudor y la expresión romántica más exacerbada: un canto a la vida, ahora volcada en imágenes.
De la iconografía kordiana pasamos a una sala de conciertos holandesa. Y de ahí a La Habana, marzo de 1998. El músico estadunidense Ry Cooder (Los Angeles, 15 de marzo de 1947) continúa un periplo mágico que inició en 1966 con Taj Mahal y con el blues ha encontrado el feliz maridaje de las músicas del mundo. Episodios significativos: sus sesiones con los Rolling Stones, especialmente esa joya discográfica, casi inconseguible, titulada Jamming with Edward (Virgin, 1972) donde registra, en sustitución azarosa de Su Satanísima Keith Richards, una versión insuperable de ese blusesazo de Elmore Jones llamado It hurts me too, o bien ese documento valiosísimo de título inequívoco: Chicken skin music (Reprise, 1976), que traducido a nuestra lengua y sentimiento quiere decir exactamente eso: Música de piel chinita, donde deja por sentado de una vez por todas quién es el papá de los pollitos en eso del tex mex. Imprescindible también, toda su música de filmes, antologada por él mismo en un álbum doble: Music by Ry Cooder (Warner, 1995). La lista de prodigios sería interminable. Baste culminar con el antecedente directo de la hazaña que ahora nos ocupa: Talking Timbuktu (World Circuit, 1994), con el músico africano Ali Farka Toure.
Discos CoraSon, horizonte promisorio
Es capítulo inmediatamente contundente porque la Era Buenavista inició con un proyecto entre Ry Cooder, músicos africanos y cubanos en La Habana, en vista del encandilamiento que ya tenía en trance a Cooder por aquel discazo con Toure. La historia la hemos contado desde su mero nacimiento en estas páginas. El involucramiento rebasa la pasión: el otorgamiento de un Grammy en 1998 a músicos ''pobres" significa un triunfo de la dignidad, una victoria de la naturaleza auténtica del arte de la música y eso pluraliza, encauza: ganamos, porque ganar así un Grammy es meterle un gol a los mercachifles; el éxito de los viejos músicos cubanos se remonta a una tradición cultural. El esnobismo, esa debilidad por lo que está de moda, es en este caso una bendición, un caballo de Troya, un guiño, una manera de ganarle terreno al mar. Qué bueno que esté en el candelero una música tan genuina, qué chido que prolifere el gusto por lo bueno deveras. Bienvenidos todos, mortales, al paraíso de la música clásica cubana.
El periplo, decíamos, de Ry Cooder continúa en una motoneta, que lo transporta de su hotel hacia los Estudios Egrem. Así lo capta con su cámara handycam su amigo del alma, el maestrísimo Wim Wenders, quien es autor de un filme documental de maravilla y que se titula, honor a quien honor merece, nada menos que Buena Vista Social Club, cuya premier ocurrirá a lo grande esta noche de martes en el Salón 21, para que a partir del viernes 14 podamos todos disfrutar, las veces que queramos, en pantalla grande y con las bocinas a todo volumen, esta que es la nueva película de Wim Wenders que llega a México. El estreno en salas comerciales, el viernes próximo, es un logro de la empresa fílmica Latina cuyos afanes están en el cine independiente. En la hora del triunfo, el trabajo cuenta siempre: Eduardo Llerenas y Mary Fahrquarson tienen décadas de cultivo de la cultura de la música de Cuba, de México, del Caribe. Ellos forman parte también de esta epopeya (Llerenas en viaje de emergencia, desde la calle de República de Salvador hasta los Estudios Egrem, de La Habana, con una refacción para los aparatos, sin la cual no hubiera habido grabación. Cosas del bloqueo). Hoy Discos CoraSon tiene un horizonte promisorio en la cultura musical del mundo.
Los acordes del son titulado Chan Chan, esa obra maestra compuesta por el jovenazo de 91 años don Francisco Repilado, a quien nos gusta más llamarle Compay Segundo, son los primeros de una explosión de felicidad que suena en el filme wendersiano. He aquí, señoras y señores, una hermosa manera de expresar mediante el arte del cine la naturaleza de la música y de los músicos, su real esencia, su alma desnudada. Un ejemplo tan sólo que condensa las maravillas de este filme de Wim Wenders: en blanco y negro, en big close up, la mirada profundísima de la Novia del Filin, la señora Omara Portuondo, ejecutando a dúo con el queridísimo Ibrahim Ferrer dos episodios que son dardos clavados en las curvas más sinuosas del corazón: el bolero que su autora, María Teresa Vera, bautizó como Veinte años, y ese prodigio de la vida, el bolerísimo de Rafael Hernández, Silencio:
Duermen en mi jardín/ las blancas azucenas, los nardos y las rosas/ Mi alma muy triste y pesarosa/ a las flores quiere ocultar su amargo dolor/ .../ Silencio, que están durmiendo/ los nardos y las azucenas./ No quiero que sepan mis penas/ porque si me ven llorando/ morirán.
Genialidad de un discurso humano
La escena fue conocida por una fotografía memorable de Donata Wenders (que publicamos ya en estas páginas), quien es una de las explicaciones de la profunda melomanía de Wim Wenders. Ahora tal escena toma vida inmarcesible: música de piel chinita. La cámara los capta enamorados del amor, Ibrahim y su cachucha, sus ojillos relumbrones, su mirada de niño, la señora Omara portentosa, una reina enamorada. Cuando al terminar el bolero ella llora, uno se percata que nuestras mejillas están más que húmedas.
De principio a fin, el filme Buena Vista Social Club, de Wenders, es un encantamiento, un sonoro juego de abalorios. El entretejido de música, testimonios en su propia voz, escenas callejeras, la vida en La Habana, la genialidad de Wenders en su discurso humano: los viejos músicos siempre están rodeados de niños, niños artistas, niños deportistas, niños prodigio, niños de la resistencia, niños de la Revolución cubana, niños que juegan. Igual que los músicos.
La santería, signo vital en Ibrahim, a quien visitamos en su casa. Las anécdotas que conocemos y que nunca nos cansamos de oírle a Compay Segundo, el encanto y la genialidad de Rubén González, la belleza integral de Omara Portuondo, el arte de Cachaíto, el refrendo de Amadito Valdés como el mejor timbalero del planeta, el trabajo de unos músicos de alma transparente, el prodigio de una música transpirante, en un filme de Wim Wenders, por fin en México.
Aleluya.