MARTES 11 DE ABRIL DE 2000

* Sé que algún día abrazaré a mi hijo: Sara Méndez


Víctimas de Operación Cóndor creen que "todo puede cambiar"

* Quienes habían decidido callar podrían romper el silencio

Stella Calloni, enviada, /II, Montevideo, 10 de abril * De estatura pequeña, sus gestos transmiten una energía poco común y su sensibilidad asoma en su sonrisa franca. Sara Méndez, madre de Simón Riquelo, que le fue arrebatado a los 20 días de nacido en julio de 1976 en Buenos Aires, cuando ella fue secuestrada junto a otros uruguayos que residían en Argentina, sabe que, inexorablemente, algun día podra abrazar a su hijo.

"Será así", porque el amor desata los nudos más temibles. Ahora las esperanzas crecen, pero quiere andar con pasos serenos y niega que esté "exigiendo" al presidente Jorge Batlle que ordene el examen genético a quien ella cree que es su hijo, un joven que vive en Montevideo. "Estamos haciendo un largo trámite que ha durado muchos años. Creemos que este es un momento donde todo podría cambiar, y puede alentar a hablar a los que callan por una u otra razón, o a revivar memorias y hacer que la justicia actúe de otra manera aquí en el caso de los niños desaparecidos".

Dedicada de lleno al tema de los derechos humanos, junto a su actual compañero Raúl Olivera en la central sindical uruguaya PIT-CNT, vive una vida sencilla, pero siempre solidaria, en su casa en medio del campo, muy cerca de Montevideo. Allí habló de aquel tiempo en que cientos de uruguayos, perseguidos por la dictadura en su país (1973-1985) creyeron encontrar refugio en Buenos Aires, pero vivieron el horror sobre el horror.

Desde 1974, con la aparición de las bandas paramilitares de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), sabían que se habían convertido en un "blanco fácil" para los criminales. En1975 ya se documentaban las relaciones y compromisos de intercambios, que en 1976, con el arribo de la dictadura argentina, fueron una acción plena de coordinacion para secuestrar, matar y torturar opositores entre los regímenes militares del Cono Sur.

Sara aún se estremece con el recuerdo del secuestro y posterior asesinato, en Argentina, de los políticos uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, y de Rosario del Carmen Barredo y William Whitelaw, en mayo de 1976, que fueron una señal temible para la colonia de exiliados uruguayos, sin escape posible.

Ella ya estaba embarazada en ese entonces. Con su compañero Mauricio Gatti, eran activos militantes del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), fundado en 1975 en Buenos Aires con la fusión de algunas organizaciones de Uruguay.

Durante su último cambio de casa, cuando ya su cuñado Gerrado Gatti estaba secuestrado, también mudó de identidad y pasó a llamarse Stella Maris Riquelo, y así su hijo Simón no pudo tener su verdadero nombre desde entonces, porque podía significar la muerte.

Sin el niño, golpeada y aturdida, Sara y Asilu, su compañera de vivienda, fueron a vivir "el infierno de Orletti", ese taller mecánico convertido ųpor los paramilitares primero y luego por la dictaduraų en una de las sedes del Operativo Cóndor de coordinación represiva, con "especialización" en uruguayos. Fue el cuartel central en Buenos Aires del OCOA. El organismo militar uruguayo en el cual el teniente coronel Jose Niño Gavazzo tenía las mayores responsabilidades. En 1989 este militar fue indultado ųcon el otro grupo de militares que actuaron en Argentinaų por el ex presidente Carlos Menem, y también en su país por la Ley de Caducidad de 1987.

 

Las torturas

 

"En Orletti los prisioneros se apiñaban, encapuchados, esposados a la espalda, espantados por los gritos de los torturados", relata el periodista Carlos Amorín al reconstruir la historia de Sara. Esa misma noche habían sido secuestrados otros 20 uruguayos. "Infierno de hombres y paraíso de la tortura", como dijo alguna vez el familiar de un detenido que se pudo fugar de Orletti, y que brindó luego los testimonios más importantes, había un cuarto con un gancho del cual se colgaba a las víctimas, cuyos cuerpos quedaban suspendidos y tocaban apenas el piso mojado con la punta del pie.

Lo suficiente para que la corriente de la picana eléctrica tuviera efectos devastadores. Sara sufrió todo esto, junto a sus compañeros.

Trece días después un grupo de prisioneros uruguayos ųentre los que estaba ellaų fue sacado de Oreltti, con los ojos vendados, vestidos con alguna ropa que debió pertenecer a otras víctimas, para llevarlos a Uruguay vía aérea. Una vez allí, tardaron algunos días para saber dónde estaban: un centro clandestino de los militares uruguayos en Montevideo. Esta operación, tal como relata Amorín, fue trazada "por sugerencia" o a instancias del embajador estadunidense en Uruguay, Ernest Siracusa, acusado en varios países de trabajar para la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

La idea era que había que mostrar que las organizaciones guerrilleras estaban vigentes en Uruguay en 1976 y así convencer a los congresistas de Estados Unidos de no aplicar la propuesta del demócrata Edward Koch, quien impulsaba la suspensión de la ayuda militar a las dictaduras latinoamericanas que violaban los derechos humanos.

Esa habría sido la causa fundamental del traslado de aquel grupo al que los militares uruguayos obligaron, mediante torturas y amenazas de muerte, a firmar un documento según el cual habían sido detenidos en Uruguay, al intentar ingresar para realizar una acción guerrillera. Los prisioneros lograron reducir al mínimo la redacción del primer documento que les llevó Gavazzo.

La operación llegó hasta el límite de llevar a algunos de los prisioneros, entre ellos Sara, para montar una escena increíble.

Los prisioneros, junto con algunos militares que simularían ser guerrilleros, serían "descubiertos" por el ejército en una casa del barrio de Shangrila, para lo cual montaron un operativo casi de película. Al día siguiente de la fraguada operación se informó que 62 "sediciosos" habían sido detenidos cuando preparaban un golpe contra el gobierno de la dictadura. Y así finalmente los reconocieron como detenidos. El embajador Siracusa podía mandar su informe a Washington. Los militares uruguayos "seguían librando una guerra contra la insurgencia" y no era cuestión de retirarles la ayuda.