JUEVES 13 DE ABRIL DE 2000
Medios y partidos
* Adolfo Sánchez Rebolledo *
La ilusión creada por los medios impide ver otra cosa que no sea la imagen del candidato. La multiplicación al infinito de un rostro en la pantalla sustituye con eficacia el intento reflexivo que deviene así anacronismo insufrible. De las grandes campañas presidenciales desaparecen los partidos y con ellos las diferencias significativas. Ya se sabe: en la democracia sin ideas una imagen vale siempre más que mil palabras. Y en ésas estamos.
La propaganda se rige hoy por el mismo principio del entretenimiento que decide en el universo comercial de los medios acerca de qué merece ser visto, leído o escuchado. Con el propósito de adaptarse al "mercado" electoral, los candidatos bailan, cantan (a veces también se esconden) o simulan lenguajes populacheros, pretendiendo ganar el favor de las masas mediante el truco facilón de ofrecer como gancho un producto semejante al que reciben de los publicistas, que han sido los verdaderos forjadores del gusto popular al que se rinden todas las banderas del rating.
En esta democracia "neutral", donde no importa qué se dice sino cómo se vende en la pantalla, no hay lugar para sofisticaciones políticas, aunque los problemas reales del país exijan para resolverse mucho más que poses histriónicas. Pero no hay que hacerse ilusiones. Si algo ha probado el foxismo jugando a plenitud con estas reglas es que los partidos, concebidos al estilo clásico, como expresiones de la diferencia, nada tienen que hacer en una contienda puramente mediática sustentada en el uso publicitario y gratuito de los enormes recursos públicos de los que no se deducen las generosas aportaciones privadas de precampaña, que están exentas de cualquier fiscalización. Los resultados saltan a la vista: la creciente cretinización de la contienda que anula cualquier efecto positivo de la democratización y el pluralismo. Dada esta realidad, la solución racional no puede ser la que piden los tautólogos al servicio de algunos interesados: que los partidos apliquen mayores sumas de dinero a la promoción del voto, o hagan cosas que eleven su rating así sean éstas grotescas o autoderogatorias para distraer al cotarro y propiciar la equidad entre todos los participantes.
No será fácil cambiar esta situación, pero la reforma democrática del futuro deberá acortar los tiempos de campaña a un periodo razonable, reduciendo el financiamiento público (y el privado), pero también fijando topes a la libertad absoluta de comprar espacios ilimitados en los medios. La sociedad puede decidir si quiere que las campañas políticas sean menos "desperdiciadoras", alienantes e invasivas que las actuales. Nada nos obliga a seguir este camino como si fuera obligatorio. Podemos buscar otro modelo que satisfaga mejor las exigencias democráticas de la ciudadanía sin imitar e importar irracionalmente el modelo estadunidense en un país tan desigual y diverso como es el nuestro.
Aquí las diferencias sí importan. El antipriísmo, que aparentemente unifica a las oposiciones, no puede ser el pretexto para disolver a los partidos bajo la sombra de los nuevos caudillos. El democratismo radical "sin partido" que apoya la carga hacia Fox no concede al pluralismo partidista el lugar que merece en la construcción democrática, puesto que su visión del cambio se reduce a la sustitución del poder de un partido por el poder de un hombre providencial. Durante esta campaña electoral florece en su máxima expresión aquella consigna autodenigrante que pedía a los ciudadanos "no votar por un político", como si alguno de los candidatos no lo fuera. Quieren la alternancia a toda costa, es cierto, pero desconfían de los partidos, a los que ven como un "mal necesario" para asegurarle la silla al caudillo. Veremos qué país resulta después del 2 de julio. *