MAR DE HISTORIAS
Chocolates amargos
* Cristina Pacheco *
Los parroquianos elevan un coro de silbidos en cuanto escuchan la rúbrica musical con que se anuncia La Monona. Alta, de rostro moreno marcado por las cicatrices que le dejó una antigua enfermedad, lleva unos lentes negros que apenas disimulan su ceguera.
ųšTócame la que me gusta! ųgrita Samuel, un hombre manco que a fuerza de retos ha logrado defender el privilegio de sentarse junto a la rockola.
ųY a mí cómo me gusta ųresponde La Monona acompañando sus palabras con un gesto obsceno.
Carcajadas y nuevos silbidos celebran la ocurrencia de la mujer que, sonriendo, llega hasta el fondo de la pulquería y se sienta junto al Morfeo. El apodo sintetiza la falta de apostura y la somnolencia perpetua de un hombre que tiene por orgullo ser cliente fundador del establecimiento. Cuando la nostalgia puede más que su pereza levanta la reina desbordante y sugiere un brindis a la memoria de don Cosme. Murió en los terremotos del 85 y desde entonces, el encargado del negocio es El Yani. Lo nombran así porque se la pasa diciéndole a todo el mundo: "Ya ni friegas".
Desde su inauguración, en 1958, Las Glorias de Adán es la pulcata más concurrida de San Mateo el Alto. Los adictos a los curados forman un grupo muy sólido al que ha ido sumándose otro más reciente: el de los hombres que hasta hace poco trabajaban en las fábricas y bodegas aledañas. Ellos han encontrado en Las Glorias de Adán un sitio donde matar el tiempo y huir de las trifulcas domésticas.
II
Santos empuja la puerta de la pulquería. El olor de los curados y la salsa picantísima que ha hecho famoso al Yani le provocan un estornudo. "Salud", dice La Monona mientras afina su guitarra. Asueñado, El Morfeo malinterpreta la frase y levanta su reina llena a medias: "Salud, por don Cosme, ese sí era un cabrón a toda madre". Los parroquianos se distraen haciendo comentarios burlones y Santos aprovecha el momento para entrar. Sin proponérselo queda junto a La Monona.
En segundos, todas las miradas recaen en Santos. Es tal su incomodidad que siente el impulso de huir. Se lo impide el grito que, desde atrás del mostrador, lanza El Yani: "ƑCurado o blanco?" "El que esté más fresco", responde Santos con falso aire de conocedor. La Monona se vuelve hacia él y le murmura: "Aquí todo es del día, por eso verá que no falta la clientela". Sin saber qué contestar, Santos se mete la mano al bolsillo de la chamarra y saca la cajetilla de cigarros fuertes.
Más allá del humo Santos percibe las miradas aún puestas en él. Lanza otra bocanada y pregunta: "ƑAlguien gusta?" Entre los agradecimientos destaca la voz de La Monona: "A mí sí regálame uno, pa la oreja". Santos sonríe. La cantante parece adivinarlo y después de rasguear un poco su guitarra gira, de tal modo que Santos puede mirarse en los lentes oscuros de la ciega: "ƑCuál le gusta? Me sé casi todas". Otra vez Santos no sabe qué responder. El Yani lo saca del apuro: "Pídale una: es el remojo".
Un minuto después se escuchan las notas de Hoja seca. El Morfeo y Santos son los únicos que guardan silencio. Termina la canción, nadie aplaude pero La Monona sigue jugando con su guitarra y, protegida por las notas, pregunta: "ƑEs de por aquí?" Santos niega con la cabeza. Cuando se percata de que no es suficiente precisa: "No, de Tacubaya". El rostro de La Monona adquiere un aspecto tan dulce como su tono: "ƑDe veras? Mi madre nació allá. Nos contaba que había huertas y jardines. ƑExisten?" Santos suelta una carcajada: "No. Lo que hay son broncas". La guitarrista levanta las cejas y sonríe.
Santos advierte que Samuel está observándolo y Samuel, al verse sorprendido, se justifica: "Como que se le está calentando el pulmón". En seguida levanta su vaso y brinda: "Salud". Santos se ve obligado a beber y vence su repugnancia. Un trago le basta para recobrar las tardes que, por órdenes de su madre, esperaba a su padre a las puertas de una pulquería, allá por el rumbo de Mixcoac. Sin darse cuenta ríe. La Monona lo saca de sus recuerdos diciéndole: "El que solito se ríe de sus maldades se acuerda, y de sinvergüenza se pasa".
La ocurrencia de la guitarrista hace reír de una manera franca a Santos: "No, qué va. Estaba tratando de recordar el nombre de la pulquería adonde iba mi jefe". La Monona aprovecha la confesión para satisfacer su curiosidad: "ƑQué anda haciendo por acá? Tacubaya está bien lejos, Ƒno?" Santos bebe con menos repulsión. "Por aquí trabajo, aunque a lo mejor trabajaba".
No es la primera vez que La Monona oye esas palabras. Muchos de los que ahora son asiduos de Las Glorias de Adán las pronunciaron en su primera visita. La mujer vuelve a preguntar: "ƑEntró en algún recorte?" Santos da tres golpecitos sobre la mesa de madera: "No le haga. Nomás me tocó castigo por llegar tarde dos veces al hilo". La Monona se acerca y casi toca la frente de su interlocutor: "Pos ya no se desvele tanto. Dígale a la señora que se aplaque". Santos tartamudea una respuesta trunca. La mujer suelta una carcajada triunfal y tan sonora que despierta al Morfeo. "Salud, a la memoria de don Cosme", es lo único que alcanza a decir antes de regresar a su eterno sueño.
Al verlo Santos se pregunta si no terminará como ese hombre, derrumbado para siempre en la mesa de la pulquería. La idea lo incomoda, siente urgencia de salir de allí pero se lo impide el amodorramiento causado por el pulque y, sobre todo, el miedo de regresar a su casa cuando su mujer se afana en los quehaceres domésticos. "Ni madres", murmura. En seguida le pide otro vaso al Yani y en tono cortés le pregunta a La Monona si quiere pedir algo. La respuesta es inmediata: "Sí, uno de mango".
La cantante bebe de un jalón, se limpia los labios con el dorso de la mano y vuelve a rasguear su guitarra. Protegida por las notas comenta: "No se apure. Puede que mañana lo acepten en la fábrica". Santos apenas logra articular una frase: "Quién sabe. Todo depende de aquéllos. Si cierran, ya me chingué..."
III
Santos escucha, cada vez más lejano, el rumor de las conversaciones y las mismas frases musicales que acaban por agobiarlo. Otra vez siente deseos de escapar. Abre los ojos, intenta levantarse pero no lo consigue. Apoya la cabeza en la pared, cierra los ojos y sonriendo de una manera estúpida repite: "Ni madres".
La Monona toca de nuevo Hoja seca. Santos comprende que la mujer interpreta para él y murmura: "Gracias". Para despabilarse saca otro cigarrillo. El humo le lastima los ojos y le arranca una lágrima: "Ya parece que voy a llorar", dice con aire de rebeldía. La Monona pregunta: "ƑY por qué no? Hay cosas y cosas".
Santos procura sonreír pero no tiene dominio sobre sus músculos y, sin darse cuenta, comienza a hablar en tono muy alto: "Me cae que nunca había llegado tarde. Eran mis puntos a favor. Los perdí, se me chingaron por culpa de los chocolates". Aturdido como está, no se da cuenta de la curiosidad que despiertan sus palabras y sigue monologando: "Los dueños de los coches chocolate cerraron el Circuito Interior y la combi ya no pudo pasar. A mucha gente le sucedió lo mismo. Todos corríamos como liebres para ver en qué llegábamos a la chamba. Con todo y que me partí la madre, llegué tarde a la fábrica y, ya saben, nunca falta el ojéis que te diga: Rebasaste los diez minutos de tolerancia. No puedes entrar. A ver si mañana llegas a tiempo. Dije que sí, que llegaría. Dónde iba a imaginarme que los chocolates iban a cerrarlo todo de nuevo... Dos retardos. Al tercero te cortan y ya valiste". Nadie dice nada.
En medio del silencio únicamente se escucha el golpe de los vasos contra las mesas y el rasgueo de la guitarra que adormece a Santos. Un claxon lejano lo despierta y lo devuelve a la realidad con un trocito de sueño entre los labios: "Si la cosa sigue igual, me cae que me pelo a los yunaites. Trabajo, me hago de una lanita, me compro una cheroqui... y a lo mejor hasta me quedo por allá".