La Jornada lunes 17 de abril de 2000

Javier Wimer
La hora federal

La hora federal es, en Suiza, el nombre irónico de las once de la noche, momento en el que deben retirarse todos los invitados de una cena. Este acto de implacable cortesía se observa en todo el territorio helvético y trasciende la esfera de los simples reglamentos municipales. Por eso, precisamente, se le llama la hora federal.

Aquí, en cambio, los horarios de reuniones y fiestas son ejemplos de amenazadora hospitalidad medieval. Una comida al mediodía puede terminar en cena e incluso en desayuno. Los invitados no se van nunca, como en El ángel exterminador de Buñuel, y cuando deciden despedirse lo hacen con vergüenza y pidiendo mil disculpas a unos anfitriones que para no ser menos, y aunque estén cayéndose de alcohol o de sueño, les insisten en que se queden otro rato.

En México no tenemos, pues, una hora federal y a nadie le interesa tenerla porque contradice los principios entrópicos de la convivencia patria. No ocurre lo mismo con el horario oficial, cuyo cambio reciente ha provocado una polémica que muestra la importancia que le concedemos y que manifiesta, de paso, el modestísimo nivel de nuestra cultura política.

Entre la insuficiencia del gobierno para demostrar las razones técnicas que justifican este cambio y los despropósitos de sus adversarios, sobresale la postura de algunos gobernadores, representantes populares y comentaristas que objetan la base legal del decreto. Su objeción es válida porque la Constitución no atribuye facultades en esta materia al Ejecutivo federal y, en consecuencia, se entienden reservadas a los estados, según señala el artículo 124. La excepción a la regla es el Distrito Federal por disposición del artículo 122.

La evidencia de que los horarios oficiales debieran regularse federalmente y el hecho de que todos los gobiernos, desde Obregón hasta el actual, se hayan apropiado de esta facultad, no elimina la ilegalidad originaria de su ejercicio, pero el daño no es difícil de reparar. Bastaría con una reforma constitucional que añadiera la regulación de los horarios a las facultades del Congreso de la Unión.

Mayor importancia tiene la necesidad de crear una comisión cuya competencia y diversidad le permitiera evaluar equilibradamente los factores económicos y políticos en que debe fundarse la elección de los horarios oficiales. Un órgano que esté abierto al diálogo con todos los sectores de la sociedad, pero que tenga la última palabra en la materia.

En consecuencia, estas decisiones han de tomar en cuenta la opinión pública, mas no pueden depender de mayorías plebiscitarias. Por eso debe distinguirse claramente entre las consultas populares que tienen por objeto conocer el sentir de la gente, y aquellas otras de carácter vinculatorio que obligan al gobierno a ejecutar o a dejar de ejecutar ciertas acciones.

En una democracia cada grupo tiene derecho a manifestarse, pero no a imponer su voluntad sobre el interés general. Ni el más flexible de los sistemas federales puede subordinarse a las necesidades y caprichos de cada comunidad. El federalismo significa superación y no exaltación de las diferencias. Y sólo el triunfo caricaturesco de la democracia minimalista y plebiscitaria que algunos postulan, podría permitir que cada región, cada estado, cada municipio, cada delegación o cada barrio, fuera dueño de su propia hora.

No siempre aciertan las mayorías y no siempre se guían por buenas razones. Conozco gente que se opone al horario de verano porque tiene la convicción, inconmovible, de que el gobierno le roba una hora de sueño al día.

Viene al caso una anécdota relacionada con el ajuste de fronteras que siguió a la guerra de 1920-1921 entre Polonia y la Unión Soviética. A una viejecita le preguntaron en qué país le gustaría que quedara su pueblo. En Polonia, dijo, porque en Rusia hace mucho frío.