JUEVES 20 DE ABRIL DE 2000
* Carlos Fazio *
Violencia + caos = Estado mafioso
En los últimos meses, una serie de hechos violentos vinculados con el crimen organizado vienen alimentando una situación de caos en vísperas de la contienda electoral por la Presidencia de la República.
Al "suicidio" del oficial mayor de la Procuraduría General de la República (PGR), Juan Manuel Izábal, se sumó el atentado contra el ex director operativo de la Unidad contra el Crimen Organizado, Cuauhtémoc Herrera. La sombra de una vasta red de complicidades encubiertas dentro de la PGR planea sobre ambos casos, y se combina con acusaciones de campaña acerca de que "los capos del narco se han apoderado del PRI" y del gobierno, como las formuladas por el candidato del PAN, Vicente Fox.
Nada de esto es nuevo. La violencia del crimen organizado con su estela de ejecuciones sumarias y atentados mortales cobró auge durante el gobierno de Miguel de la Madrid, y llega sin límite de continuidad hasta nuestros días. El fenómeno involucra a instituciones, corporaciones de seguridad del Estado, funcionarios, miembros de la clase política y dignatarios eclesiales. Nada ni nadie parece quedar a salvo del poder letal y corruptor de la delincuencia organizada y de la nueva "economía criminal", que dan sustento a un nuevo Estado oligárquico punitivo de características mafiosas.
Un cardenal, un candidato presidencial y un presidente del partido de Estado encabezan la extensa lista de asesinatos que incluye, además, al periodista Manuel Buendía, ultimado en el ya lejano 1984. Un ex zar antidrogas, varios generales y altos mandos castrenses y decenas de comandantes policiales, muchos de ellos pertenecientes a la desaparecida Dirección Federal de Seguridad, están en prisión acusados de brindar "protección" o ser los "operadores" de las mafias criminales. Y como vemos en nuestros días, tampoco "los intocables" del procurador Jorge Madrazo escapan a los tentáculos de esta estructura delicuencial que penetra todos los intersticios del viejo régimen priísta. Sin embargo, al destaparse la cloaca del sistema aparecieron también involucrados prominentes empresarios y banqueros (de los cuales sólo unos pocos están en prisión), gobernadores (uno prófugo, otro con licencia y varios en busca de inmunidad/impunidad), políticos y hasta un ex nuncio.
Ellos, los verdaderos "amos del negocio" --como dice el ex agente del FBI Stanley Pimentelų, los que detentan el poder legítimo o se han apoderado de él, convirtieron al crimen en un elemento orgánico del sistema y han edificado una "economía violenta", rasgo propio de la empresa mafiosa; como señala el italiano Giulio Sapelli, lo que distingue a la empresa mafiosa de la empresa de la corrupción es el uso de la violencia física desembozada.
Para nadie es un misterio que durante el sexenio pasado las redes delicuenciales se instalaron en los sótanos del poder presidencial, y allí permanecen. Han conformado un Estado dentro de otro Estado. Se trata de un nuevo Estado gansgteril controlado por clanes familiares-clientelares-corporativos reactualizados, que se reproduce a través de redes de caciques unidos por lazos de microsolidaridades, autoayudas privadas y prácticas feudales en pleno corazón de la modernidad, que responden a un "líder máximo".
Un nuevo Estado que, como expresara con su displicencia natural el ex presidente Luis Echeverría al conductor Ciro Gómez Leyva (Canal 40, 26/03/2000), ya tiene un nuevo "jefe": Francisco Labastida. El líder máximo del "nuevo PRI" producto de la recomposición de las viejas alianzas (incluidos los antiguos jefes de clanes enemigos: Echeverría y Salinas de Gortari), y con eje en una "protección extorsiva" --entendida como una protección criminal reguladora de los comportamientos ilegales--, que viene a garantizar "una paz de mercado" para todos aquellos miembros que estén de acuerdo con la continuidad del círculo vicioso de la ilegalidad.
Un "nuevo PRI" idóneo para un nuevo gobierno del crimen, que hereda del anterior sus extendidas cadenas de corrupción y las "leyes no escritas" del sistema, que recuerda el código del silencio propio de la omertà italiana, pero cuyo rasgo esencial en esta etapa es el uso de la violencia física como principal elemento de la defensa del poder legal, institucionalizado. Se trata de un sistema de normas sencillas que parten de una premisa mayor: el deber de guardar el secreto y la pena para los infractores. Una ley del silencio que, con los matices propios de cada circunstancia, puede estar detrás de las muertes del cardenal Posadas, de Manuel Buendía, de Paco Stanley y del propio Colosio.
No hay duda de que el poder de sanción de la omertà, con sus cuotas periódicas de terror, propaga una atmósfera de miedo y paraliza todo intento de actuar de un modo disconforme. Una parte esencial de esta técnica, y lo que la convierte en un arma eficaz, estriba en que los actos de terror se lleven a cabo en público. Así, el acto de terror, como el del Hotel Imperial, semanas atrás, y antes en Lomas Taurinas, alcanza su significación no como castigo o venganza individual, sino más bien como demostración simbólica de una posibilidad, que en vísperas electorales, en una contienda que se anticipa muy reñida, nos coloca de nuevo, como en 1994, en el escenario del caos.