JUEVES 20 DE ABRIL DE 2000

 


* Margo Glantz *

Aeropuertos...

A James Irby

 

Desde Iowa tomo un avión rumbo a Chicago y de allí a Newark, nos espera, a mi querido amigo Daniel Balderston y a mí, una limousine, como las de las estrellas de cine o las que esperaban en la Quinta Avenida, frente al parque central, a Jackie Kennedy Onassis o esa limousine que una tarde, cuando con mi hija mirábamos embobadas los aparadores, se detuvo frente a la tienda Armani de Madison para recoger a Lauren Bacall. Llegamos a Princeton donde habrá una conferencia de dos días, en honor a James Irby, el legendario escritor y profesor que allá por los años cincuenta, en México, hizo su maestría con una tesis memorable ųnunca publicadaų sobre la influencia de Faulkner en algunos escritores latinoamericanos, entre otros, Rulfo y Onetti.

Jim Irby, un profesor que ahora se retira y cuyo amor por la literatura y su finísima mirada de lector combaten (a la Gandhi) esa tendencia singular que contamina a la academia estadunidense de burocracia y cientificismo. Un coloquio sobre la literatura después de Borges, organizado por el crítico y escritor puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones, dos veces jurado del premio Rulfo y viejo y querido amigo mío; el discurso magistral del escritor inglés Michael Wood y la participación de los escritores argentinos Juan José Saer, Ricardo Piglia, Arturo Carrera (poeta); la poetisa puertorriqueña Vanessa Dros, el poeta mexicano David Huerta, los críticos Daniel Balderson y Carlos Rincón. Discusiones cerradas, amenas, certeras, afortunadamente (ausencia de mamemas, sememas, culturas periféricas, márgenes, bordes, etcétera), mucho público en el que destacan los estudiantes por sus atinadas y desafiantes preguntas.

Lindo, como dirían los colegas argentinos, pero no tanto, dos días de tiempo espléndido, árboles florecidos, almendros, magnolias, tulipanes, duraznos, manzanos, la belleza, la gente en mangas de camisas, y en shorts, de pronto una tormenta de nieve, los árboles mezclan adoloridos sus colores, los niños enfundados en trajes de colores luminosos como queriendo anular el súbito regreso del duro cierzo invernal. Otra limousine nos espera, vamos rumbo a Newark, el aeropuerto parece un estadio de futbol, gente por todas partes, colas, mochilas en el suelo, jóvenes tirados por los pasillos, muchos vuelos cancelados, esperas interminables, esa sensación de que el viaje es estático por naturaleza, de que la historia se repite, de que estoy en el mismo aeropuerto como en un infierno borgiano sin palabras. Allí estamos, horas y horas, en lista de espera, mujeres robustas o generosas, elijan ustedes, no estoy para minucias de corrección política en estos momentos; mujeres robustas, digo, gordas, muy gordas, anuncian con voz chillona, šoh, tan chillona!, que no hay lugares en ese avión, después de ofrecer con generosidad ųahora síų 300 o 400 dólares a quienes tengan la amabilidad ųuna amabilidad chirrianteų de ceder sus asientos a los pasajeros que tienen que llegar ese mismo día a algún otro aeropuerto, igual a éste para hacer una conexión.

Muy pocos pasajeros caen presa de la tentación, seguimos sentados, por lo menos yo; Daniel hace cola, es el día de su cumpleaños, yo vigilo el equipaje y entre espera y espera gastamos nuestros siete dólares por persona que nos han dado como cortesía para comer, hay sólo un mezquino lugar donde se venden pizzas y refrescos, pizzas grasosas y más hielo que refresco, en lugar de un pastel y sus velitas para celebrar con Daniel, una pantalla de televisión con un juego de beisbol, los parroquianos, curiosos animales, atraen el bocado a sus fauces mientras miran con una atención desmesurada, a los ųahora son yaų basquetbolistas.

Yo maldigo mi suerte y mi inexplicable inclinación irreflexiva a emprender estos viajes circulares que me inmovilizan, este único e interminable viaje estático: implacable me devuelve a otros viajes en donde en este mismo instante eterno estoy en un aeropuerto esperando que algún avión pueda conducirme de nuevo a mi destino, Ƒcuál destino? Es ahora otro aeropuerto, no, es el mismo, Newark, después de otra tormenta de nieve, ese tiempo inclemente que me recuerda a los Panchos y a mis primeros amores frente a un sidralito de la calle de Madero.

O quizá esté en un aeropuerto en Viena, con Paco López Cámara, rumbo a Estambul, es 1954, los aviones son más pequeños, más lentos, el clima es el mismo, una primavera que de repente, por caprichos del Señor, regresa al invierno; estamos detenidos, otra tormenta de nieve, Ƒo es simplemente una avería? ƑO se trata mejor de Puerto Príncipe, en Haití? Hacinados en una sala pequeña, con mis compañeros de viaje, Mercedes Valdivieso, mi amiga, escritora chilena ya fallecida, también su hijo Pablo y una amiga estadunidense, hija de petroleros, inmensamente rica; los vuelos se han detenido, es una compañía colombiana, en quiebra perpetua, esperamos sin asientos, sin bebida, largas horas, perdemos cualquier conexión posible, los tontons-macoutes circulan con sus ametralladoras y sus trajes comprados al Ejército de Estados Unidos, nadie protesta, esperamos; por fin, después de siete horas, un avión que nos lleva a Miami, a medianoche nos alojamos en un hotel de paso, las sábanas son también de paso, usadas varias veces, nos levantamos malhumoradas, la hija del petrolero y yo, nos dirigimos de nuevo al aeropuerto y esperamos la conexión.

De repente, milagrosamente, estoy ya durmiendo en mi cama, šes mi casa!, šes México! México lindo y querido.