La Jornada lunes 24 de abril de 2000

Hermann Bellinghausen
El placer de las almas

I

Desde la casa iluminada, la noche era sólo un manchón oscuro con algunas luces al fondo, y otras pocas en el cielo, más presentidas que vistas. No soplaba viento. No parecía que fuera a llover. Mentiría si digo que hacía calor y si digo que hacía frío. En la intemperie se atizaba una suerte de humedad incomprensible y vana, y el Usumacinta corría para ser oído, ajenas sus crestas a cualquier destello. Aproximarse sería como nadar con los ojos cerrados. Para qué.

Empezó a sonar de pronto, como caído del cielo que se dice, un motor. Imprimió su tono por encima del ronroneo del río, tosió y paró. Voces sumergidas parecieron ayudar a desembarcar a alguien; una, imperiosa, provenía de una persona mayor; las otras, discretas o tímidas, eran de hombre y de mujer, hacían recomendaciones, un esplash se unió a la negrura, y las voces, todas cómplices, animaron a quien nadaba hacia la orilla. Sus braceos acompasados posaban su respiración en la superficie líquida. El motor interpuso sus ruidos nuevamente y envuelto en ellos y en la tiniebla se alejó. Ya no se oía el braceo. Ya no se oía la lancha. Nada, salvo el río.

II

Porfirio, comentarista de Homero, discípulo y biógrafo de Plotino, recuerda en sus lectura de las Ninfas de la Odisea que los egipcios no sitúan a sus divinidades en tierra firme, sino en un barco. "El sol y todas las almas en general, que, se sabe, necesariamente planean sobre el agua cuando bajan a encarnarse".

El neoplatónico latino invoca entonces a un presocrático, qué ironía, al decir que Heráclito afirmaba igualmente: "Para las almas es un placer y no una muerte humedecerse".

III

Debió transcurrir un tiempo infinito, o me lo pareció, antes de que la silueta, aún chorreante, dibujara su palidez con las luces que salían de la casa. Pregunté "quién es", y me sobresalté de oir mi voz tan fuerte. No hubo respuesta, pero la figura siguió aproximándose y pronto fueron audibles sus pasos. Eché mano de mi linterna sorda e iluminé.

Se llevó una mano a la cara, seguramente lampareada, y agitó la otra al frente, imperiosa. Entonces conocí su voz: "Apaga esa luz, que no me deja ver". El acento no indicaba queja, aunque no era ajeno al sobresalto.

Quién es, debí preguntar, pero como tantas veces en la vida, dejé pasar la oportunidad. Apagué la linterna. "Así está mejor" dijo la silueta sin detenerse. Pronto cruzó la cortina de la penumbra, y produjo el efecto de una aparición. Por segunda vez debí preguntar quién, y no lo hice.

Su vestimenta, de polvo y lino, se le adhería al cuerpo como en los anuncios de perfume. Casi transparentaba los pezones y le envolvía los pechos sin ocultarlos en absoluto. Tembló. Tiritaba. Fui por una frazada, se la extendí, y en vez de tomarla me ofreció la espalda para que se la pusiera. "No tengo toalla", dije. Ella dijo "ya con esto, marinero", y cruzó los brazos sobre sus hombros.

IV

Han pasado cinco veces cinco años. No negaré que es atenta, discreta, apacible, anfibia. Cada mañana se alza a mi lado y dicta la primera, a veces la segunda línea. El resto, lamentablemente, no es cosa suya. Enseguida camina a la orilla, se tira un clavado y nada el día entero. Regresa húmeda, cada noche, y repetimos, como si por vez primera, la ceremonia de la frazada sobre sus hombros. Ella dice "ya con esto", y ya con eso respiro y sigo.