MARTES 25 DE ABRIL DE 2000
Ť Dos estampas de la paz militarizada en Chiapas
Amenazas en las Cañadas y espejismos en San Quintín
Ť Aumentan los vuelos rasantes en La Realidad y La Garrucha
Hermann Bellinghausen, enviado, San Quintín, Chis., 24 de abril Ť Después de la breve ''tregua'' de Semana Santa, los vuelos rasantes se reanudaron sobre los Aguascalientes zapatistas y diversas comunidades en resistencia. Mientras en San Quintín se observa un fenómeno único de comensalismo entre los lugareños indígenas y las tropas del Ejército Mexicano, en las Cañadas se vive una cotidianidad de amenaza, zozobra y peligro.
Sobre La Realidad y La Garrucha, los helicópteros se suspenden a baja altura. Ayer, sobre La Realidad, un hombre de civil se asomó fuera de borda, y a sus espaldas otro, también de civil, señalaba con la mano lugares y sitios. Dicen los indígenas que casi se les veía la cara, de tan bajito que volaban.
Justo antes de la semana vacacional, cuando llegaron caravanas de la sociedad civil a las comunidades, los patrullajes aéreos se habían tornado alarmantes, incluso para los indígenas ''vacunados'' contra el hostigamiento militar. Ahora, los aviones de reconocimiento y los helicópteros son la forma concreta de la paz social que le vendieron al embajador estadunidense las autoridades, durante su visita a la entidad en días tan señalados de la ''tregua''. Todo sea por los turistas, incluidos el embajador Davidow y su comitiva.
Fortaleza en la selva
Cuando se dice, y sucede frecuentemente, que en Chiapas ''no pasa nada'', vale la pena echarle un vistazo a San Quintín. En esta comunidad tzeltal, vértice de las carreteras que surcan ya definitivamente las cañadas y sede de la mayor ciudadela del Ejército Mexicano en tierra de indios, efectivamente parece que ''no pasa nada''. O dicho de otro modo: aquí, ''ya pasó''. Está pasando.
En la selva Lacandona la toponimia no perdona. Así como existe La Realidad, hay también un San Quintín. En este último duerme un arsenal impredecible apuntando hacia las comunidades zapatistas. De aquí parte la red de bases de operaciones que forman un vasto triángulo sobre todas las cañadas, en un extremo Monte Líbano, en el otro Comitán (pasando por Ocosingo y Altamirano); dentro de dicho triángulo se materializa la amenaza de un sanquintín en escenario cerrado.
Hace todavía cinco años, San Quintín era una localidad grande, mayoritariamente priísta, y más o menos consentida por el régimen, dedicada al trabajo rural. Hoy, los principales ingresos para la gente provienen de una población militar, que duplica a los indígenas y asegura un mercado. También reciben, claro, los alicientes de Progresa y todos los proyectos gubernamentales que quepa imaginar. Es una comunidad piloto, y se nota. Se ha llenado de intermediarios ladinos que administran tiendas, bares y prostíbulos.
Incluso aquí persisten la pobreza y las desigualdades extremas, pero desde que llegó el Ejército la vida es otra. Divorciados de sus vecinos zapatistas y ariqueros (de la ARIC) de Amador Hernández, Betania y Emiliano Zapata, como no lo estaban antes, los sanquintineros viven el espejismo de la paz militarizada.
Ya pasó la impresión que causaron las muchachas locales prostituyéndose, frecuentemente por decisión familiar, en contra de cualquier tradición indígena, al menos en estas regiones profundas.
Por todos estos rumbos, los soldados detentan los mejores balnearios de tanto prodigioso río y tanta laguna. El Jataté, el Perlas, el Euseba. Allí se instalan los campamentos permanentes que han proliferado, por decenas, en las cañadas.
Ya en Miramar intentan abrirse una cabeza de playa, a pesar de los derechos ejidales, como en tantas otras partes. La laguna de Santa Ana, hasta ahora encerrada entre los bosques, y limpia como ya no queda nada, pronto quedará comunicada con Vicente Guerrero, en Las Margaritas, por una carretera que construye directamente el Ejército Mexicano y que no favorece a ninguna comunidad.
Este tipo de caminos, cuyo beneficio para los pobladores indígenas no resulta evidente, son los que crecen más. Un ejemplo es esta ruta que unirá Vicente Guerrero con San Juan, en Ocosingo, al otro lado del río Jataté. Ninguna comunidad del trayecto la pidió ni la necesita, pero cierra el cerco sobre la región de La Realidad y su Aguascalientes. Triángulo dentro del triángulo, esta carretera redondea un anillo periférico que sólo tiene una utilidad en el corto plazo: allanar el camino de la guerra.
La pista aérea de San Quintín está equipada para recibir grandes naves para recibir grandes naves para el transporte de tropa. Por si hiciera falta. En los vecinos cuarteles de Euseba, Guadalupe Tepeyac y La Sultana, el Ejército Mexicano construye edificios, tiendas de autoservicio, oficinas. Ocupan cinco veces más ladrillos, concreto y mano de obra que las escuelas o clínicas.
La inversión en caminos y construcción dentro del área selvática sólo parece comparable a la del equipo bélico: tanques, helicópteros, tanquetas, batallones desplegados para combate.
Casi cada comunidad asentada en los trayectos que conducen a San Quintín desde las zonas urbanas de Ocosingo, Comitán y la Frontera tiene plantado a un lado un cuartel militar, y muchos de ellos funcionan como retén. Por lo menos cuatro veces se registran los vehículos que transitan. Se toman fotos, se llenan fichas de registro con un montón de datos que nada tienen que ver con la Ley Federal de Armas y Explosivos, que contiene el marco legal de esos puestos de revisión. Pero a quién le importa aquí, en San Quintín. Esa es la nueva costumbre.
Trago, comercios ilegales, la ley del más fuerte: la paz oficial.