Carlos Bonfil
La última puerta
La cinta más reciente de Roman Polanski es, como la base de su trama, todo un acertijo. La última puerta (The ninth gate) se inspira en una novela de Arturo Pérez-Reverte, El club Dumas, pero desecha buena parte de ese material para recuperar los rasgos esenciales del personaje central, Dean Corso (Johnny Depp), algo de su arquitectura narrativa, y plantear con estupendos toques humorísticos una historia de satanismo. Una historia a su vez incompleta: un modelo para armar en el que puede participar el espectador con sus propias hipótesis y conjeturas. Hay un traficante de ediciones raras de pronto convertido en investigador (el propio Corso), involucrado a pesar suyo, pero voluptuosamente, en un thriller macabro donde los protagonistas mueren sucesivamente. El objeto de su búsqueda es uno de los tres volúmenes de la edición única de Las nueve puertas del reino de las sombras, impresa en Venecia en 1666 por un tal Aristide Torchia, quien poco después muere en la hoguera de la Inquisición española. El libro es incunable por estar escrito e ilustrado en coautoría con el Maligno, quien firma sus láminas con un escueto LCF. "ƑCree usted en lo sobrenatural?", se le pregunta a Corso, émulo del Bogart de Al borde del abismo (The big sleep, Hawks, 1946). "Sólo creo en el porcentaje de la ganancia", responde él con toda naturalidad. Su trabajo es confirmar la autenticidad de la copia que posee su cliente Boris Balkan (Frank Langella), coleccionista de libros sobre satanismo, y compararla con los otros dos volúmenes en París y en Portugal, lo que incluye un jocoso encuentro con dos coleccionistas gemelos, los hermanos Ceniza, interpretados magistralmente por un solo actor, José López Rodero.
Con malicia Polanski se coloca rápidamente muy por encima de su tema y de sus fuentes. Las referencias más interesantes las proporcionan, no tanto las múltiples cintas sobre satanismo, con sus efectos especiales y las apariciones del maligno, sino la propia obra del director polaco, y en primer término La semilla del mal/El bebé de Rosemary, de 1968. Persiste el mismo clima de conspiración diabólica, los enigmas que encierra un libro, aquel anagrama "Todos son brujos" cuyo equivalente es aquí la serie de láminas repartidas en los tres volúmenes y que combinadas, de modo ternario, apuntan hacia la novena puerta, acceso final al reino de Lucifer. A esta atmósfera hay que añadir un estupendo manejo de la acción que remite directamente a Búsqueda frenética (Frantic), estelarizada también por Emmanuelle Seigner. La idea de una aristocracia ociosa travestida en secta satánica, con Corso infiltrándose entre ellos para asistir a uno de sus rituales iniciáticos, tiene aquí todo el humor y la ironía lamentablemente ausentes en una secuencia similar en Ojos bien cerrados, de Kubrick. "Mumbo jumbo!" (patrañas esotéricas), exclama Boris Balkan al verlos así reunidos, y tal pareciera ser éste el propio comentario mordaz que Polanski reserva a las disquisiciones de los coleccionistas y al culto que profesan al Angel caído. Todo en la cinta parece en efecto parodia del cine negro, del erotismo exótico, del road movie como versión moderna de las aventuras folletinescas (Dumas, Eugenio Sue), del antihéroe de los cuarenta, ese Dean Corso (Johnny Depp en una actuación formidable) como private eye versión Chandler, versión Howard Hawks, desaliñado, dipsómano, fumador empedernido, ligeramente cínico. Parodia también del cine hollywoodense (Polanski remplaza los efectos especiales por elementos fantásticos, francamente temerarios: Emmanuelle Seigner volando como ninja glamorosa para derribar a golpes a un villano). Hay momentos muy afortunados en la fotografía de Darius Khondji, como la escena en que Corso atisba durante horas desde un café a su perseguidor en la calle; al caer la noche, la imagen exterior se remplaza de golpe por el reflejo que de sí mismo le devuelve la luz interior del café. Pocos cineastas pueden filmar París con el ritmo y agudeza con que lo hace Polanski aquí, en El inquilino y en Búsqueda frenética. Un acierto más: la banda sonora de Wojciech Kilar, envolvente siempre y capaz de potenciar el misterio que Polanski dosifica con astucia. Desafortunadamente, esa misma astucia se vuelve realmente indescifrable en un desenlace llamativo y grandilocuente que contrasta con la sobriedad del resto del relato. Desenlace abierto, como el de El bebé de Rosemary, pero sin sus sugerencias fascinantes ni su vigor dramático. En aquella cinta, el espectador pasaba de una tensión laboriosamente construida a un estado de malestar y desconcierto. La última puerta desdeña esa contundencia narrativa y prefiere un fuego de artificio de tarjeta postal como gimmick final y el añadido inútil de un misterio poco atractivo a los enigmas que venía trabajando de modo tan sugerente y por momentos tan divertido. Queda la brillantez de la realización, su estupenda recreación de atmósferas, y la actuación de Johnny Depp, como recomendaciones casi irrebatibles de esta cinta.