MAR DE HISTORIAS
Insectos
* Cristina Pacheco *
Conchita no me estaba mirando. Habría podido alejarme de la puerta sin despertar su curiosidad, pero no lo hice. Me lo impidió el recuerdo de una frase pronunciada por mi madre años atrás: "Nosotras tomaremos ese avión". El impacto que me causaron aquellas palabras fue mucho más aterrador que la experiencia vivida apenas unos minutos antes, rumbo a Mérida. Mi abuela Dolores vivía allá, en una casa de dos patios lleno de guayas y yerbas aromáticas.
Mi madre y yo íbamos a visitar a mi abuela con motivo de su cumpleaños. Nunca antes había viajado en avión. Durante los primeros minutos de vuelo me divertí descubriendo en las nubes formas de animales. De pronto pareció que caíamos en un bache. Grité: "ƑQué pasa?" Una de las azafatas respondió: "Nada, tú tranquilita", mientras que otra nos ordenaba abrocharnos los cinturones de seguridad. Mi madre procuró tranquilizarme y me envolvió entre sus brazos. La oí rezar y cuando los sacudones fueron más violentos me persignó.
No sé cuánto tiempo transcurrió entre ese momento y el del aterrizaje. Apenas se detuvo el avión los pasajeros se levantaron decididos a rescatar sus equipajes de mano y salir huyendo. En medio de aquel desorden oímos la voz del capitán. Resumió la desagradable experiencia en términos de una "leve descompostura". Luego, en tono afable, nos ofreció tres alternativas: esperar a que se revisaran los sistemas de seguridad para que pudiéramos reemplender el vuelo, presentarnos en las oficinas de la aerolínea para interrumpir el viaje y que se nos devolviera el costo del boleto o abordar la aeronave de otra línea que también cubría la ruta hacia Mérida. Mi madre dijo lo que menos esperaba: "Nosotras tomaremos ese avión".
Por la tarde, luego de que llamamos a mi padre para informarle por teléfono del percance, mi mamá volvió a contarle a mi abuela nuestra aventura en el avión. Sólo entonces vislumbré el peligro que habíamos corrido y el motivo de que mi madre hubiera optado por que continuáramos el viaje: "Pensé teníamos que perder el miedo allí mismo, porque si no jamás volveríamos a subirnos a un avión".
En aquel momento no imaginé que a lo largo de mi vida tendría que aplicar la medida tomada por mi madre cuando deseaba desvanecer mis temores. Siento que empiezo a superarlos apenas me digo: "Nosotras tomaremos ese avión". Lo pensé la mañana en que volví, ya huérfana, a la casa de Mérida.
II
Entré directamente al primer patio. Sentí el paso del tiempo cuando miré las matas de guaya confundidas con las plantas silvestres. Sus ramas formaban un tejido intrincado y peligroso donde antes habían crecido flores olorosas a miel. Pensé en reclamarle el descuido a mi prima Conchita. Ella había cuidado a mi abuela durante su último año de su vida y desde entonces continuaba viviendo allí.
Conchita era empleada en una dulcería. En los periodos vacacionales rentaba cuartos a los turistas. Antes de hacerlo me consultó por teléfono. Acepté a cambio de que mantuviera cerrado el de mi abuela. Recordaba todos sus detalles: la hamaca blanca, el sillón de bejuco, el altar en honor a la virgen del Carmen, las cortinas ligeras que apenas filtraban la luz del sol y la mesita atestada de novenarios y un misal. Pensar en él me producía siempre estremecimientos desagradables.
"Preparé champola de guanábana, está bien fresca", gritó Conchita desde una ventana. Era la misma frase que mi abuela había pronunciado la tarde que mi madre y yo llegamos a visitarla. Por unos instantes tuve la impresión de que aún estaba allí, con su cabello recogido sobre la nuca, el huipil blanco y las babuchas de henequén bordadas con flores de artisela. Otra vez Conchita me arrebató de mi ilusión: "Si vas a querer entrar en el cuarto de mamá grande deja, busco la llave".
Sentimientos contradictorios me impidieron responder. Por una parte deseaba con vehemencia regresar a la habitación y por la otra, sin explicarme el motivo, sentí pánico de hacerlo. Sonriente, Conchita me entregó la llave y desapareció. Enseguida me dirigí al cuarto de mi abuela. Introduje la llave en la cerradura pero no me atreví a girarla. Permanecí indecisa hasta que recordé la frase pronunciada por mi madre.
III
La habitación estaba igual a como la había visto años atrás, excepto que mi abuela no ocupaba el silloncito de bejuco donde solía bordar sin lentes ųcosa que subrayaba, agradecida de que el tiempo no hubiera disminuido su vista como lo había hecho con su estatura.
La hamaca estaba enrollada en uno de sus extremos. La desanudé y la tendí. Cuando quise tenderme en ella no logré mantener el equilibrio y estuve a punto irme de boca. En ese momento recordé las burlas de mi abuela a la hora en que, para liberarme del cansancio de un viaje tan accidentado, me sugirió que durmiera en su hamaca. En aquella ocasión me caí varias veces antes de conseguir acomodo en la red perfumada.
Durante los días que se prolongaron aquellas vacaciones mi madre se empeñó en practicar las recetas que mi abuela conservaba en un cuaderno salpicado de maravillosas caligrafías. Las dos se empeñaron en explicarme que los renglones donde se precisaban pizcas de condimentos o manojitos de yerbas eran más que claves de un buen sabor: lazos que unían a generaciones de Cerveras.
Por la tarde, cuando la intensidad del sol era menor, recorríamos los patios. Mientras retiraba hojas o ramas secas mi abuela refería capítulos de la vida familiar a los que entonces no les puse atención. Estaba fascinada por una experiencia nunca antes vivida: estirar la mano hacia la rama de un árbol y apropiarme de una fruta. Nunca he probado otras tan deliciosas.
Una tarde, a punto de que termináramos nuestra visita, encontré a mi abuela bordando junto a la ventana, cosa que no había hecho desde nuestra llegada. Ahora comprendo que al reprender su actividad cotidiana se ejercitaba para el momento de estar sola otra vez, pero en aquel momento me disgustó. Corrí a la hamaca y empecé a mecerme para atrapar su atención. Ella debió entenderlo porque enseguida suspendió su labor y me dijo: "ƑSabes cuántos años tiene esa hamaca? Más de cien. La tejió mi mamacita".
La interrumpí con un grito de horror: a corta distancia subía por la pared, en línea diagonal, un insecto de caparazón oscura y antenas azules. "No te hace nada, él va por su camino. Déjalo". Las palabras de mi abuela no me tranquilizaron. Como pude, salté de la hamaca y corrí hasta la puerta, donde me sentí a salvo. Mi abuela murmuró y me sonrió. Le pregunté si no le temía a aquel bicho. Su respuesta me impresionó: "Más bien lo envidio. Te aseguro que ese animalito vivirá más que yo".
Tomé una toalla y la arrojé contra la pared. No alcanzó al animal ni lo desvió de su ruta. Al advertir mi frustración mi abuela me llamó a su lado: "Ven, deja ese bicho. Piensa que mañana a estas horas ya no estarás aquí y aunque quiera no podré acariciarte".
IV
La mañana de nuestra partida, horas antes de salir al aeropuerto, regresé a la habitación de mi abuela. Al segundo paso descubrí un animal idéntico al que tanto me había horrorizado. Mi repugnancia se convirtió en odio cuando recordé la frase de mi abuela. "Vivirá más que yo". Entonces me poseyó un poderoso impulso vengador. Esperé a que el insecto caminara sobre el misal abierto y me lancé a cerrarlo con furia. Mantuve las manos apoyadas sobre la tapa hasta que dejé de oír el crujido pavoroso. Debí esforzarme mucho para desterrar su recuerdo.
Cuando regresé sola a la casa de la abuela y me vi indecisa frente a la puerta de su habitación, comprendí que el temor de oír aquel crujido era lo que me inmovilizaba. "Nosotras tomaremos ese avión", pensé al tiempo que giraba la llave. La luz vespertina caía sobre la hamaca tendida. "Tiene cien años", recordé y fui directo a la mesita de los novenarios.
Encima estaba, como siempre, el misal de mi abuela. Lo abrí. Entre las páginas donde había triturado al insecto sólo encontré una mancha oscura. Pensé en lo absurdo de mis temores y me dispuse a salir. Cuando llegué a la puerta me detuve. Quería conservar en mi recuerdo una visión de conjunto. Al volverme descubrí un insecto de caparazón oscura y antenas azules subiendo en diagonal por la pared.