León Bendesky
Educación
La polémica que se ha desatado entre Vicente Fox y Esteban Moctezuma es indigna. La educación no puede convertirse en un botín político en un país como México en el que el atraso en este campo es enorme. Las constantes declaraciones públicas sobre el carácter prioritario que la educación debería tener en las acciones del Estado se han vuelto ya parte de un discurso político falto de contenido y, por ello, vacío de entendimiento.
La torpeza argumentativa de Moctezuma evidencia la miseria real que hay en el país y también dice cómo el partido al que pertenece, y del cual ahora es un dirigente principal, quiere incluso usar a su favor las mismas condiciones de deterioro educativo que ha provocado. Fox tropieza en la defensa que hace de su gestión en esa materia durante su estancia en el gobierno de Guanajuato. En la educación no puede haber matices en cuanto a la calidad, la cantidad o la cobertura de una parte de la población. Y esta disputa electoral no ayuda a nadie a obtener votos ni mucho menos beneficia a quienes tenemos que emitirlos el próximo 2 de julio.
Si el Estado tiene la obligación de prestar los servicios educativos que necesita esta sociedad y si los mexicanos tienen el derecho a recibirlos, los políticos deben hacer ese pacto efectivo, todo lo demás es superfluo. Si el Estado no tiene suficientes recursos y aquéllos de los que dispone los destina según ciertos criterios prioritarios asociados con compromisos de poder, entonces toda la discusión sobre las asignaciones presupuestales para el proyecto educativo es engañosa.
Desde hace ya casi 20 años se ha ido creando en México un Estado Scrooge, en el cual se ampara una serie de decisiones que bajo una supuesta forma técnica en realidad esconde determinaciones que han ido rebajando las condiciones de vida de la población y castigado de modo severo las estructuras educativas del país. Esa es finalmente la responsabilidad de los que han gobernado, pero también de quienes pretenden hacerlo.
En este país y sólo en las últimas dos décadas se ha incurrido desde el gobierno en grandes responsabilidades de carácter histórico de las que nadie ha respondido. Recordemos la manera en que se convirtió la gran riqueza petrolera de los años setenta en la enorme deuda externa de los ochenta; recordemos la forma en que se convirtió la millonaria afluencia de capitales externos en la primera mitad de la década de 1990 en la crisis de 1995. Estos son actos de magia que ni Houdini podría emular. Este desastre material, tan grande como es, tal vez no se compare con la ruina educativa que se ha producido. De la deuda material se ha salido con costosos y muy desiguales procesos de ajuste, y el gobierno se ha podido mostrar satisfecho varias veces ya de los buenos resultados macroeconómicos que alcanza, aunque no han sido duraderos ni se han extendido entre la población. Pero de la deuda educativa no hay manera de salir porque se la trata de manera residual, porque para ello no hay un proceso de ajuste similar al de la deuda financiera, por eso cargaremos con ella por mucho tiempo y será motivo de más fricciones sociales por las brechas que genera. Ahí está la miopía política que padecemos, ahí está el acortamiento de los horizontes de vida y las expectativas de los mexicanos.
Si le conferimos un valor a la educación, si consideramos, como solemos hacer de modo quizás erróneo, que un individuo es mejor y más valioso por estar educado, reconozcamos que no vivimos a la altura de ese principio. La escuela es uno de los escenarios principales de la actividad educativa, pero no es el único. La educación no se termina a los seis, nueve, doce o diecisiete años; es una forma de vida que no sólo tiene una expresión instrumental en cuanto a su asociación con el mercado de trabajo, sino que tiene una expresión esencial que hoy está fuera o, cuando mucho, aparece como un chipote en las visiones que desde la política se nos proponen de nuestro país. Los dictados burocráticos que aplica el Estado han provocado que tengamos una sociedad no educada, lo que la hace fatalmente dependiente.
El asunto va más allá de esta temporada electoral. En julio habrá algún candidato electo a la Presidencia y deberá formarse un gobierno. Eso es inevitable. Y lo que debería ser igualmente inevitable es seguir postergando la ponderación que requiere en las prácticas políticas, en los ejercicios presupuestales y en la visión de México el proyecto educativo. Este deberá constituirse en parte central de lo que debe ser nuestra única obsesión: pensar nuestro futuro con amplitud.