JUEVES 4 DE MAYO DE 2000
* Carlos Montemayor *
Chiapas, segunda retrospectiva
Decíamos que es posible afirmar que en el conflicto de Chiapas las raíces agrarias nacieron con el decreto de la selva Lacandona del año de 1972. En ese momento se crearon las condiciones de injusticia social y de confrontación violenta que 20 años después dieron lugar al EZLN.
Las comunidades indígenas tuvieron que esperar 20, 30, 40 años o más para que las autoridades agrarias respondieran a sus gestiones. Al retraso en la respuesta a solicitudes de ampliación o regularización de tierras se le conoció técnicamente como "rezago agrario". Chiapas fue el estado con el mayor rezago agrario de México, pero sólo ante solicitudes de comunidades indígenas. En sólo seis años, por ejemplo, de 1982 a 1988, el gobierno del general Absalón Castellanos expidió 7 mil 646 certificados de inafectabilidad ganadera. La rapidez de las autoridades agrarias para proteger a los grandes finqueros contrasta con los 46 y aún 53 años que debieron esperar varias comunidades indígenas. A las familias poderosas se les resolvieron sus asuntos en semanas o meses: cada año se extendieron más de mil certificados. Los pueblos indígenas debieron esperar una generación para tener respuesta, porque dadas las condiciones de vida en la población indígena del campo chiapaneco, cuando las autoridades mexicanas resolvieron afirmativa o negativamente las peticiones de las comunidades, los que se habían presentado personalmente a solicitarlas ya estaban enterrados.
No debemos olvidar en el conflicto de Chiapas estos antecedentes agrarios, aunque hayan ocurrido hace más de 25 años. La resistencia de autoridades federales y regionales a responder a los requerimientos y peticiones de las comunidades indígenas es un ejemplo y un reflejo de la resistencia a reconocer los derechos de los pueblos indígenas en todo el país. Por ello, podríamos afirmar que la disposición para solucionar el conflicto de Chiapas implicaría también la capacidad de resolver similares problemas en Jalisco, Nayarit, Durango, Chihuahua, Veracruz, Hidalgo, Oaxaca o Guerrero, por hablar de algunas otras regiones de México.
Ahora bien, no hay voluntad política en el gobierno mexicano para resolver a fondo estos conflictos sociales, pero tampoco la hay en muchos núcleos de la población civil mexicana. Por el contrario, hay voluntad para empeorarlos, para hacerlos más críticos. Las respuestas que ha dado el gobierno a conflictos similares a lo largo del siglo XX, ya no digamos a lo largo de la historia de nuestro país, ha sido siempre militar y violenta.
Porque se parte de este planteamiento equivocado: creer que la violencia nace con el estallido social generalizado o con el levantamiento campesino. Acostumbramos llamar estabilidad y paz social al desempleo, la desnutrición, la injusticia social, el analfabetismo, la marginación. Y contra esta violencia social institucionalizada no exigimos cambios. En realidad el estallido social o los levantamientos campesinos armados son la fase final de esta violencia social previa, que ellos no originan. Las autoridades niegan las raíces sociales de los conflictos populares y postulan como causa única a los cabecillas que buscan reprimir con la policía o con el Ejército. Pero tan numerosas son las raíces sociales que las autoridades se ven obligadas a simular un apoyo de desarrollo regional con un derrame presupuestal importante, como ocurre ahora en Chiapas.
En el conflicto chiapaneco concurren muchos procesos sociales, que de encontrar solución significarían para la totalidad del país un cambio positivo. Al ver con mayor amplitud sus dimensiones sociales, sus ramificaciones culturales, agrarias, jurídicas y educativas, los mexicanos tendríamos posibilidades de avanzar hacia una conciencia política y social más plena. Pero es necesario explicar por qué las autoridades mexicanas en este momento no tienen voluntad de resolver a fondo el conflicto chiapaneco, sino de agravarlo en términos militares y políticos.