La Jornada domingo 7 de mayo de 2000

Carlos Bonfil
Gladiador

El enorme atractivo de Gladiador, la cinta más reciente de Ridley Scott, reside naturalmente en su aprovechamiento de la tecnología más avanzada para revitalizar un género que parecía ya olvidado, el cine de gladiadores, el llamado peplum, cuyas realizaciones más fastuosas datan de hace ya cuatro décadas: Espartaco (Kubrick, 1960), La caída del imperio romano (Mann, 1964), Ben Hur (Wyler, 1959), Demetrio el gladiador (Daves, 1954), etcétera. Aquel cine, reciclado únicamente en video o en DVD, y que incluso no se exhibe ya tanto por televisión, es para una generación muy joven algo relativamente poco conocido. Para muchos otros espectadores se ha vuelto casi evocación nostálgica.

En Gladiador, el director de Alien y Blade runner ofrece un estupendo prólogo guerrero, la embestida de las formaciones romanas contra los bárbaros en el territorio de Germania. Desde las primeras escenas es evidente la maestría de Scott en el montaje y en el tratamiento casi coreográfico de las escenas de combate. Hay ecos de la Juana de Arco de Luc Besson, y de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg. La secuencia sirve paralelamente para diseñar el perfil de temeridad del personaje central, Maximus (Russell Crowe), general favorito del emperador Marco Aurelio (Richard Harris). Lo que sigue es una trama plagada de intrigas: el parricidio imperial a manos de un ser ambicioso y pusilánime, Commodus (Joaquin Phoenix), y el intento (fallido) de asesinar después al propio Maximus, quien convertido en esclavo, y luego en gladiador, buscará vengar la muerte del emperador y la de su propia familia, quemada viva.

Una condición clave para disfrutar Gladiador es recuperar la capacidad de asombro ante una trama sencilla y envolvente, magnificada aquí por una producción espectacular. Si exceptuamos un desenlace al que le sobran demasiados elementos melodramáticos, el resto de la cinta es muy disfrutable. Basta apreciar, por ejemplo, las novedades en la reconstrucción de la Roma imperial, las tomas aéreas de la ciudad, el asalto vertical al Coliseo, con los detalles de su arquitectura y la exploración de sus distintos niveles, desde las gradas superiores hasta el foso de las fieras y los calabozos de los gladiadores. No es distinta la manera en que Ridley Scott presenta una nave espacial en Alien o en que recorre los edificios de una ciudad futurista en Blade runner. La recreación del Coliseo es, escenográficamente, el punto fuerte de la cinta. Allí transcurren los momentos de mayor intensidad dramática, y también se produce allí el mayor desafío popular al poder de un déspota.

Russell Crowe, tan notable en El informante, ofrece el mejor sustento histriónico de una cinta en la que debe figurar al lado de actores de la talla de Oliver Reed, Derek Jacobi y Richard Harris. Su personaje se convierte paulatinamente en un emblema de héroe popular, aparentemente invencible, dotado de un aura casi mágica. El concentra y simboliza enormes depósitos de rencor social, la amenaza de un estallido social, la inminencia de un complot senatorial, la posibilidad de un golpe de Estado. En Gladiador, un tema capital es la obstinación de mantener un poder imperial despótico por encima de la voluntad popular de restablecer la república, un deseo último de Marco Aurelio, frustrado por el parricidio. Ridley Scott consigue combinar astutamente los aspectos políticos de la narración con los previsibles elementos de entretenimiento masivo (pan y circo en el Coliseo; acción, efectos especiales y tecnología avanzada en las salas de cine).

El cuidado en la ambientación es meticuloso, desde la indumentaria de los gladiadores hasta los detalles más nimios de la vida cotidiana, pero, muy por encima de este realismo, lo notable es la dirección de actores, la construcción de personajes muy sólidos, que consiguen, dentro de esquemas plagados de los lugares comunes del género (lealtad, venganza, traición, amores frustrados, conversiones súbitas, saña popular), una gran credibilidad e incluso un atractivo extraño, como el caso de Commodus, con un Joaquín Phoenix que concentra en sus tics nerviosos y en su cobardía toda la villanía y perversidad de un dictador que se sabe de antemano derrotado. Es un acierto que con una construcción tan vigorosa, Ridley Scott logre recrear punto por punto una buena cinta de gladiadores de los años sesenta, y que lo haga sin mucho distanciamiento y casi sin ironía, en un primer nivel, inmediato y directo. No parece, sin embargo, necesario que el desenlace retome la retórica sentimental de los peores productos del género. El tránsito de la grandiosidad a la grandilocuencia se vuelve así inevitable, como sucedió anteriormente en otra producción ambiciosa del director, 1492, La conquista del paraíso. Con todo, Gladiador refrenda la destreza artística de su director y su inagotable capacidad de sorprender a sus espectadores.