ASTILLERO Ť Julio Hernández López
Ninguno de los pasos importantes que da la Iglesia es impensado o circunstancial. Maestros en el uso de los tiempos terrenos, los jefes de la organización política más perdurable saben esperar con ejemplar paciencia hasta que las condiciones les son más favorables.
Por ello, debe verse con cuidado el hecho de que la jerarquía eclesiástica mexicana haya iniciado una retadora estrategia de presión pública, que pretende reinstalar el poder religioso justamente en el momento de mayor debilidad del político. La lectura que hoy se hace a la luz de cibernéticos cirios hace entender a los guías de la Iglesia local que este es el mejor momento, en casi ocho décadas, para hacer valer la fuerza social y moral del catolicismo y para que, en el reacomodo político que se vive, pueda ganar nuevas posiciones y recuperar antiguas que habían sido perdidas, algunas de ellas devueltas de manera incompleta o disimulada.
Como nunca antes en la memoria de la inmensa mayoría de los mexicanos (las excepciones serían los poquísimos que hubieran nacido a principios del siglo pasado y todavía vivieran), los rituales católicos han sido trasladados a diversas calles de la ciudad de México, en ceremonias aparatosas en pleno Zócalo, como pasó este sábado, y procesiones públicas por algunas de las principales calles del Centro Histórico de esa capital.
El pretexto para esta retadora manifestación pública de fuerza ha sido la realización del segundo Congreso Eucarístico Nacional, un suceso cuyo antecedente inmediato se produjo 76 años atrás, en 1924, cuando comenzaban a expresarse los hervores cristeros que hoy, oportunamente, los jefes de las iglesias romana y mexicana creen adecuado reivindicar.
Dicho congreso eucarístico ha congregado factores interesantes (aparte del muy revelador que ya se ha mencionado, de que sólo ahora, 76 años después, cree el alto clero que se han alineado con ventura los planetas de su zodiaco político), pues ha servido, entre otras cosas, para la virtual toma de posesión del nuevo nuncio apostólico, el argentino Leonardo Sandri, de quien se teme una actitud que retome el injerencismo, el oficialismo y el derechismo de Girolamo Prigione, cuyo largo virreinato local apenas fue interrumpido un par de años por el español Justo Mullor, a quien depusieron con maniobras intrigantes los jefes de la facción mexicana dominante, el llamado "Club de Roma", al que pertenecen de manera destacada los cardenales Norberto Rivera y Juan Sandoval, y los obispos Onésimo Cepeda y Emilio Berlié.
No por sabido debe obviarse que ese grupo jerárquico combatió con energía la postura de Samuel Ruiz en San Cristóbal, y que promovió la coartada de enviar a Raúl Vera a Saltillo para no dejarle como sucesor natural en aquella diócesis del sureste. Tampoco puede dejarse de lado el hecho de que a este Congreso Eucarístico reivindicatorio ha asistido como enviado especial del Papa el cardenal chileno Jorge Medina Estévez, ni que la algarada de la neocristiada se dé justamente en el mes en el que serán declarados como santos veintiséis mexicanos, la mayoría de ellos considerados como mártires de esa guerra religiosa librada contra el Estado mexicano.
Tal vez en otras circunstancias el lance clerical histórico mereciera algún reparo oficial. Hoy no hay las condiciones propicias: el presidencialismo languidece, entre la desidia zedillista, la corrupción extendida, los reacomodos de bandas de narcotraficantes en la estructura de poder (con los Arellano Félix como pieza principal de defensas y ataques) y el declive priísta.
Pero hay un elemento esencial más: hoy, la derecha mexicana tiene un nuevo adalid en la persona de Vicente Fox, quien se ha comprometido por escrito ante los jefes de la Iglesia mexicana (según las notas de Enrique Méndez, reportero de La Jornada) a entregar nuevas concesiones al poder religioso, y a pactar estrategias de crecimiento y de fortalecimiento que colocarían a la cúpula católica en la situación de privilegio y poder que juarismos y callismos le habían arrebatado.
Fox revela con esas propuestas, que como todas las suyas buscan satisfacer el interés del interlocutor del momento, el perfil real del gobierno que pretende ejercer. La derecha mexicana aprobó en el sexenio salinista, con el consenso del PAN dieguista y del incipiente foxismo, las reformas constitucionales que abrieron la puerta a la reacometida eclesial que ahora se ha disparado creyendo en la inevitable llegada al poder de la fracción más peligrosa de esa mencionada derecha local.
La jugada que ha hecho la jerarquía católica debe verse con gran cuidado: ha convertido en templo un zócalo que es, en sí mismo, todo un símbolo de libertades cívicas y políticas pero que nunca antes había sido ocupado por el poder religioso para el ejercicio de un acto litúrgico y político masivo. Pero aún más, el Zócalo capitalino lleno ante el cual oficiaron misa los jefes católicos, y desde donde emprendieron una caminata histórica hasta el tempo de San Felipe de Jesús, había sido ocupado antes, en ese orden, por el presidente Zedillo, quien el jueves hizo representar allí la Batalla de Puebla, con afanes desconocidos de realce político e inmobiliario, pues nunca antes había dado muestra de tales gustos escenográficos ni de tal aprecio por el viejo Palacio Nacional (que en los hechos ha sido sustituido como sede del poder por Los Pinos) y por Andrés Manuel López Obrador, quien el viernes compartió con Cuauhtémoc Cárdenas el apoyo masivo que los capitalinos dan a la lucha del tabasqueño por gobernar la capital del país, y el rechazo de esos habitantes de la ciudad de México a los ya esfuerzos del priísmo y sus aliados por arrebatarle al ex presidente del PRD su derecho a contender.
(Mientras las calles capitalinas vivían el arranque de esta campaña en la que el cardenal Rivera convocó a la Iglesia mexicana a que no sea "la Iglesia del silencio", en una comunidad de Chenalhó eran asesinados tres indígenas tzotziles, a diez kilómetros del histórico Acteal donde dormía el obispo Felipe Arizmendi, quien ha comenzado a recorrer las zonas zapatistas. Otro mexicano en lucha, López Obrador, por su parte, vivía los claroscuros del destino humano, el rencuentro de lo terreno con lo espiritual, pues al exitoso acto realizado el viernes en el Zócalo siguió la muerte, al otro día, de su madre.)
No todo es política (Ƒde veras no?)
Es tal la desconfianza generalizada que los mexicanos tienen en sus instituciones públicas, que muchos dieron por descontado que, siendo parte de una misma fuente de poder, que es el grupo Televisa, el equipo de futbol Necaxa (sostenidamente exitoso en el campo de juego, pero no en la taquilla ni en las tribunas) habría de dejarse ganar por el América para que éste pasara a la liguilla del torneo profesional de primera división. No fue así: aun estando ausente la bujía necaxista (que es el ecuatoriano anteayer justamente homenajeado, Alex Aguinaga), el Necaxa (de quien son fieles seguidores unos cuantos aficionados fácilmente identificables por su condición solitaria: Ernesto Zedillo, entre ellos) ganó 2-0 a la joya de la corona de Emilio Azcárraga Jean. Salvo el dolor americanista por este otro fracaso, no hubo mayores escándalos, situación distinta de la que hubiera sucedido si el equipo crema le hubiese ganado al que consideran su hermano menor. (Este columnista, que se refugia en el balompié para disfrazar su falta de luces en las materias políticas y sociales que se supone deberían ser su especialidad, se niega a tratar de encontrar lecciones aplicables a ese rejuego de los hermanos menores, PRI y PAN -perdón, América y Necaxa.)
Astillas: De pronto, los mexicanos se han topado con Superpancho, el candidato presidencial del PRI que, en pocas horas, ha sido (según un boletín de prensa) futbolista callejero (que como delantero metió un gol y como portero tapó un penal); un bailador bullanguero de mambo y (con testigos periodistas) un corredor experto de motocicletas de gran cilindraje. ƑQué hazañas más realizará Superpancho antes del 2 de julio?
Fax: 5 45 04 73 Correo electrónico:
[email protected]