Ť La isla cuenta con una amplia oferta de diversión para los visitantes
Cuba, un edén por doble partida: sociedad sana y polo atractivo
Ť El turismo es la principal forma de ingresos de ese país; representa casi mil mdd al año
Fabrizio León Díez, enviado, La Habana Ť Ante el bloqueo económico que Estados Unidos mantiene en Cuba, el turismo es su principal forma de ingreso, incluso por encima de la exportación del azúcar (se calcula que cada año entra casi mil millones de dólares por este rubro). Desde hace años, el gobierno ha desarrollado una infraestructura turística que posibilita al visitante disfrutar de un sueño que ha costado muchos sacrificios y carencias a los habitantes. Cuba es un edén por doble partida: es el único país donde no hay niños de la calle, tiene el más bajo nivel de analfabetismo (4.3 por ciento) y cuenta con una escuela de prevención de enfermedades. Los cubanos son sanos. Sólo hay que ver sus cuerpos; son una fantasía permanente para los sexos.
Dividida en tres grandes sectores (La Habana Vieja, El Vedado y Miramar), la capital de Cuba recibe una de las principales entradas de divisas en el rubro de turismo. Grandes hoteles y cientos de pequeños paladares (restaurantes), bares y cabarés repartidos en esas zonas han permitido acelerar el movimiento de extranjeros, que si bien son básicamente europeos, cada día se incorporan a éste los estadunidenses.
Acostumbrados a la agitada vida moderna, estos turistas se sorprenden cuando ven que la ciudad no está inundada de anuncios comerciales ni autos de lujo. Tampoco hay ese inmundo ruido que caracteriza a las metrópolis. Aquí ni madres. Los pocos espectaculares los instalan el gobierno, el partido comunista, las juventudes rebeldes y los comités de barrio. Son propaganda política con enunciados nacionalistas: ''En cada barrio revolución'', ''Regresen a Elián'', ''Los cubanos queremos y tenemos socialismo'', y uno en especial que se muestra, enorme, la salida de La Habana cuando uno se dirige a las playas del este: ''Lo nuestro es nuestro''.
Y así es: cualquier cubano cuenta con detalles, a la menor provocación, la historia de la ciudad y los logros sociales. Podrán desconocer la información de otros países, quizá porque su acceso a los medios de comunicación es limitado, pero se saben al dedillo todo lo relativo a su revolución, los años del clandestinaje, los asaltos a los cuarteles y, sobre todo, la ubicación de los museos, fuertes y centros culturales con nombres de los personajes que perdieron la vida en la lucha revolucionaria, José Martí y el Che, principalmente.
Entre los lugares con referencias históricas, destaca el Museo de la Revolución, que está situado en un parque. Al centro, en una vitrina monumental, está el barco Granma, rodeado de tanquetas. También es obligado visitar el Capitolio, la casa del Che, la Catedral, El Faro del Morro y una ceremonia por demás especial, que en punto de las 20:45 horas se celebra diariamente en el fuerte de la muralla: el famoso cañonazo.
Pero hay un museo en especial que por su riqueza artística y por la conservación de sus piezas constituye un viaje alucinante que nada tiene que ver con la Cuba de Fidel ni con las enseñanzas del Che. Es simplemente la obsesión de un empresario azucarero de principios de siglo, Julio Lobo, quien creyéndose una rencarnación de Napoleón Bonaparte compró cientos de muebles, pinturas, objetos, libros y pertenencias del emperador francés, a tal grado que coleccionó los cabellos, las muelas y un pedazo de madera del sarcófago donde fue enterrado el célebre personaje. Instalada en una hermosa mansión en El Vedado, el Museo Napoleónico se mantiene en extraordinario estado, en lo que fue propiedad de otro excéntrico personaje, Orestes Ferrara.
En La Habana es imperdonable no comer moros con cristianos o no beber mojitos en la Bodeguita del Medio. De la misma manera es imperdonable no celebrar los 100 años del daiquirí en El Floridita, junto a senda efigie de Ernest Heminway, bañarse en Varadero junto a las italianas en toples, pasar por la ciudad de Matanzas y tomarse un carajillo, persignarse frente a San Lázaro en el pueblo El Rincón, comerse un capuchino, erizarse ante la historia de los hermanos Ameijeiras (un enorme hospital lleva su nombre), comer las guayabas rojas, probar el poder del PPG, conocer la historia del Hotel Riviera, paladear el sabor de la cerveza Hatuey, entablar pláticas con los pioneros y los maestros de primaria... Tampoco hay que perderse el placer de fumar un habano sentado en las mesas del único cabaré en el mundo al aire libre y bajo las estrellas, mientras se escucha y se ve un show cubano con decenas de bailarinas que agitan las caderas al ritmo de los 60 años que celebra nada menos que El Tropicana.
También los cubanos se quejan. Hablan de lo duro de su cotidianidad, del precio desorbitante del aceite, de los bajos salarios, del pan que rápido se acaba y de la escasez de transporte.
Un repaso por La Habana turística y sus alrededores es el tema de este reportaje que hoy inicia y que usted, al comprobar la oferta que aquí relacionamos, quedará, como allá y como aquí se dice, enculado.