* Hermann Bellinghausen *
Los diamantes son inútiles
Bajó Belarmino por la mañana todo desgreñado, preguntó la hora a mi señora, que atendía la caja. Lo vi que apenas en ese momento comprendía que era el único huésped en el hotel. Pronto se daría cuenta de que era el único visitante en Redondo. Preguntó de cómo llegar a la maquiladora y no bien le acabó de explicar mi señora apareció Sara y dijo: "Yo lo acompaño, yo lo llevo, es mejor rodear el cementerio".
Sara es muy diferente de cualquier otra muchacha que por acá se llegue a encontrar, y Redondo es de a tiro pueblo. Yo con mi familia pasé diez años en Los Angeles. Allá creció Sara, en lo bajo del Evergreen, East L A, así que usted imagine si no sabe lo que hace, nos da tres y las vueltas, y aquí la gente no es así.
Mi señora, como de costumbre, se molestó. Siempre igual, y más habiendo un hombre de por medio: "Allá va esa, a buscar problemas". Y dije, diremos misa, pero Sara hace su gana. Ya estaba grande, ventitantos bien corridos. Si más bien había venido a Redondo a darse un respiro, lamerse heridas. Después de Los Angeles ella siempre vivió en otra parte.
El escritor empezó a quedarse. La combi estaba estacionada la mayor parte del tiempo. Ni siquiera encargó que la lavaran. Cada día iba a la maquiladora a entrevistar chinos y señoras. Un día resultó que Sara tenía una cámara fotográfica y se unió a la investigación. Los patrones, que en realidad eran sólo capataces para una multinacional se supone que de Malasia pero de capital americano, me vinieron a ver, pero yo qué podía hacer o decirles.
Belarmino se comportaba amable, no bebía y jugaba bien ajedrez. Eso y su conversación, tan buena como la de usted, me mejoraban la tarde. Creo que antes de él yo era el único en Redondo que leía el periódico y tenía opinión de las noticias. Aquí lo que hay en el centro es rancheros, intermediarios y gente rara. El resto del pueblo, ya le dije, son chamacos, viejos y mujeres solas que con el cierre de la planta ya se están yendo al otro lado, tras los maridos. Sólo hubo una que regresaron, y no la migra sino los familiares de la nueva señora de su esposo, que salieron cubanos, tremendos. No, si de que hay historias. Pero volviendo a la maquiladora, esa sí fue historia.
El escandalo que se armó fue mayúsculo. El reportaje de Belarmino salió en una revista nacional, con las fotos de Sara de los niños sudando, y lo que pasaba en Admisión y en Personal, las muchachas llorosas después de pasar "revista" con los encargados, y lo demás. En pocas semanas esto se volvió una romería de camarógrafos, reporteros, comisiones binacionales. El hotel se llenó un tiempo. Sara pasó a vivir al cuarto de Belarmino. Vinieron luego la huelga, las marchas y el cierre de la planta, tiramos al agente municipal y por unos meses estuvo chingando la federal.
Viera el lío. Y luego el pueblo, que es como es. Salían los nuevos investigadores temprano, y por lo regular regresaban de noche sin haber llegado a la maquiladora o a ninguna otra parte. Por eso duraron mucho esas investigaciones. Se perdían, y nadie se les ofrecía de guía. Sólo Belarmino contó con Sara, que está loca pero no come lumbre ni se traga las distancias del cementerio.
Para cuando pasó la borrasca Belarmino ya no estaba. Tampoco Sara. Juntos agarraron un día camino con la combi, sin sacudirla. Algo la habían limpiado el aire y la lluvia. Nomás le pasaron periódicos viejos al parabrisas. No nos dijeron pero nos dimos cuenta, mi señora y yo, que Sara iba embarazada del primer hijo. No sería el único, pero esa es otra historia.
Así que el tal Belarmino, por el que usted tanto pregunta, y que llegó una noche cubierto de polvo, me hizo abuelo, pero antes hizo tronar la maquiladora, pero antes me dijo un día y eso es lo que quería platicarle: "Cuánto me da por estas botas". Viera qué botas, una maravilla, orita se las bajo para que las vea. Suizas, casi nuevas. Me venían al pelo. Que empiezo a usarlas, siento un bulto en el empeine, y qué cree, siete diamantes pulidos, que por 500 pesos Belarmino me estaba regalando.
Mi señora, ofendida, dijo ese cabrón cree que puede pagarnos por Sara. Pero no se trataba de eso. Si a Sara yo por mí la regalaba, no soy celoso. Pero como digo, no hacía falta, esa chamaca se regala sola.
Y usted qué dijo, corrí a vender las dichosas píedras. Pues no. Las guardé en una caja de seguridad en la ciudad de Arena. Los chiquitos están creciendo, mi señora y yo estamos pensando irnos nuevamente, no sabemos si al norte o a la capital, pero sin recurrir a las piedras. No sé cómo realizarlas, Ƒve? Ni modo que nos las comamos. Los diamantes son inútiles, no sé si me entienda.
Sara y Belarmino a veces llaman, o escriben. Les va bien. El sigue haciendo investigaciones y ella las fotos. A él nunca le pregunté de dónde sacó las piedras, ni él me dijo. Nomás le dio risa la cara que puse cuando me puse las botas y descubrí que traían algo escondido.